Argentina y sus pastizales amarillos como los potreros de barrio han acogido personajes con innumerables cábalas, acaso los rituales de este credo que gira alrededor de un balón. En su última etapa en Boca Juniors, Alfio Basile conminaba a su asistente técnico Rubén ‘Panadero’ Díaz, homónimo del Carnicero peruano, a mantener la mano izquierda en el bolsillo del pantalón, durante todo el partido, para sacarla solo cuando Boca anotara.
Cuando ocurría, Panadero la liberaba por unos segundos y le daba un par de palmadas en el hombro a Basile, dejándole una mancha blanca en la camisa. No de harina sino de talco. Héctor el ‘Bambino’ Veira dirigió toda la temporada 1995 con un saco marrón. Adonde fuera, sin importar el sol que hubiera, lo lucía en cada fecha. El premio a su sudor: el Clausura de ese año con San Lorenzo de Almagro, club al que apodan el Cuervo, esa ave de pico grueso que por su negrura es incluida entre los pájaros de mal agüero. Y que cuenta con un seguidor celestial: Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco. El saco del Bambino fue un presagio de la bendición que recibiría un hincha nada común. Si existe un tótem en cuanto a cábalas, este es, indudablemente, Salvador Bilardo. A diferencia de Basile y el Bambino, el último entrenador que logró una Copa del Mundo para Argentina, en México 86, le impuso sus creencias a aquel plantel. Les prohibió comer pollo, les exigió no cambiar de lugares en el bus, les hizo escuchar siempre las mismas tres canciones antes de llegar a los estadios (una de ellas era Eyes of the tiger de Survivor, la emblemática canción de Rocky), fijó una hora del mate, y los forzó a besar a una novia, en plena fiesta de bodas. «Son costumbres, no cábalas», recalcó siempre.
El verde y la salsa pop de Marc Anthony
Ricardo Gareca fue pupilo de los tres. Cómo no iba a asimilar siquiera un poco de ese folclor y crear sus propios ritos. Sus fórmulas para tener a la fortuna de su lado. En su paso por Universitario, el Flaco ya había dejado constancia de ser un afanoso discípulo de Basile, el Bambino y Bilardo. Alguna vez paró una práctica, en el estadio Monumental, porque sonó la salsa pop de Marc Anthony; no se trataba de gustos sino de suerte. Un año antes, en el 2006, al frente del Independiente Santa Fe de Bogotá, sufrió una seguidilla de derrotas que a su modo de ver iban al mismo compás de Qué precio tiene el cielo, Tu amor me hace bien y Valió la pena; los hits del momento. Definitivamente, a Gareca la música del nuyorican le resultó poco valiosa, más bien cara, e incluso dañina.
Como técnico de Universitario, un día antes de cada partido, el argentino jugaba fútbol tenis con César Vega, uno de los utileros al que apodan Zapatito. Siempre en el arco sur, en la zona de la tribuna Oriente. Apostaban entre cien y quinientos dólares, la mitad del sueldo de Zapatito. «De las cincuenta veces, yo habré ganado cuarenta, pero él nunca dejó que yo pagara», cuenta este hombrecito al que Gareca le debe llevar una cabeza y media, en un apartamento modesto con muchas imágenes de Jesucristo, en el segundo piso de una casona del Centro de Lima.
Indudablemente, las supersticiones del Flaco traspasaban aquel recuadro de césped delimitado por dos estacas, discos de plástico y una liga. En su primera práctica, en setiembre de 2007, ordenó cambiar los chalecos verde fosforescente y verde limón por unos naranja que utilizarían los titulares durante su estancia, y le fijó la primera regla al departamento de utilería: ningún jugador podía vestirse de verde.
Una vez Antonio Gonzales, un mediocampista petiso con ínfulas de líder, se apareció en el campo del Monumental con unos chimpunes del color maldito. Gareca paró el entrenamiento de inmediato, y mandó llamar a Zapatito y a Pajita (Wilfredo Ccoscco), el otro utilero. «¿Qué les dije sobre los chimpunes? Que sea la última vez, porque sino van a tener serios problemas conmigo», cuenta Zapatito que les gritó en la cancha auxiliar. Luego, más calmado, conversó con Toñito, el infractor. No dio ninguna explicación. Tampoco la daría en La Videna.
José Olaechea, jefe de prensa de los cremas por aquellos años, no olvida que por indicación del Flaco solo se sintonizaban dos emisoras en el trayecto de la concentración al estadio. Las radios debían ser musicales. Ni bien sonaba un comercial, pedía que retornaran a la emisora anterior, y así por treinta, cuarenta minutos. «Un día casi nos chocamos saliendo de Miraflores al Nacional. El chofer se volvió loco», recuerda Zapatito.
Las cábalas de Gareca venían de tiempo atrás, desde su etapa como futbolista. A inicios de los ochenta, en uno de los entrenamientos de la albiceleste, le confió a Alberto Tarantini, campéon del mundo en Argentina 78, que saltaba a la cancha con una medallita de la suerte. Tiempo después, la vida los enfrentó en un superclásico. El Tigre comandaba el ataque de Boca Juniors y el Conejo la zaga de River Plate. Ambos se encontraban continuamente en los tiros de esquina. Daniel Passarella, macizo y malicioso capitán ‘millonario’, mandó arrancársela. Tarantini accedió. La cadenita de Gareca se extravió en el pasto. «Me miró con una cara que, te digo la verdad, me acuerdo y me quiero morir», le confesó el defensor a El Gráfico. Unos gramos de metal vulneraron al animal más temible.
La camiseta quemada en el América de Cali
No serían exclusividad de sus rivales estos golpes a sus flancos más vulnerables. En el América de Cali, donde el Flaco fue tres veces seguidas subcampeón de la Libertadores a mediados de los ochenta, sus compañeros de equipo, antes de un choque en el Pascual Guerrero, le prendieron fuego a un polo naranja sin mangas con unas letras negras en inglés que solía ponerse debajo de la camiseta oficial. Molesto, en medio de las burlas, lo salvó antes de que se quemara totalmente, y lo metió a su maletín. «En ese partido le fue horrible. Se peleó con todo el mundo, y erró muchos goles. Nos dejó de hablar un mes», dice, desde Cali, Álex Escobar, 10 histórico del club, en ese entonces juvenil de gran futuro, y habitual compañero de cuarto del Tigre.
Semanas después, la noche anterior a un encuentro contra el Nacional de Medellín, en el Atanasio Girardot, Gareca encendió la luz de la habitación durante la madrugada para ir al baño. Escobar, soñoliento, volteó a mirarlo. El color naranja terminó de despertarlo. El Flaco, melenudo y barbón (no se cortaba ni rasuraba antes de los partidos), angustiado por su sequía goleadora, tenía encima la camiseta quemada, salvada del fuego. «¿Qué te reís la conchetumadre?», le dijo Gareca a Escobar, con una sonrisa. Al otro día ante el Atlético Nacional, el delantero se puso esa tela naranja, rota y quemada, debajo de la roja tradicional del América de Cali. Vencieron con un gol suyo, y a la postre campeonaron en aquel 1985. Un trofeo al rojo vivo, sin duda. Al año siguiente, volvieron a alzar el título, convirtiendo al América en el único pentacampeón del fútbol colombiano. El Tigre finalizó como el segundo goleador de la temporada. Nunca más le quitó el habla a nadie.
El Pibe del Barrio obrero, como llaman a Escobar, recuerda que cada vez que se cruzaban con algún pelirrojo, Gareca, Julio César Falcioni y él se cogían el testículo izquierdo para «cortar la mala energía». Los pelirrojos o de cabello candelo, como les dicen en el Valle del Cauca, eran considerados de mala suerte. También valía para los pecosos, y para los dirigentes que los visitaban en la previa de los partidos, si luego perdían. «Si nos iba mal, una agarradita de huevo izquierdo, y chau», anota. Falcioni, el indiscutido arquero de los Diablos Rojos, argentino también, era más drástico: barría los pasos de un directivo que acostumbraba bajar al vestuario. «Salía el tipo, y mandaba traer una escoba. El Médico se enojaba porque era un señor muy allegado a la institución». Gabriel Ochoa Uribe, apodado el Médico, el entrenador más ganador del fútbol colombiano con trece títulos, que dirigió al Flaco durante cinco años, no era cabalero, dice Escobar. Simplemente no comía antes de los partidos, y hacía que, cada vez que jugaban de local, el plantel saliera de la concentración para visitar la Basílica de Buga, a una hora de Cali.
Como estratega, Gareca, el ciudadano más ilustre de Tapiales —una localidad de quince mil habitantes al este de Buenos Aires— obtuvo, en el 2009, la primera de sus cuatro copas al frente de Vélez Sarsfield vistiendo el buzo negro del club. Un único juego que reservaba para las concentraciones y cada uno de los partidos. Perdió una sola vez en diecinueve fechas. El negro, rezagado en la paleta de colores de la buena suerte, nunca le causó problemas. Como sí el verde, tan optimista que Diego Torres le dedicó una canción. «Es falso, si fuera así no estaría acá», dijo el Flaco al asumir las riendas del Palmeiras en mayo del 2014, siete años después de exigirles a los utileros de Universitario que retiraran los chalecos verdes. Aunque se reforzó con cuatro compatriotas suyos, ninguno destacó. Tres meses le costó la osadía en el Verdão.
Para cabuleros los argentinos
En el 2014, Procter & Gamble y el Instituto Ipsos encuestaron a mil quinientos argentinos para elaborar una radiografía del hincha futbolero. Uno de cada cuatro admitió practicar algún tipo de cábala para ayudar a su equipo. Durante el Mundial, algunos confesaron prácticas extrañas como escribir el nombre del adversario para prenderle fuego o meterlo a la refrigeradora. Perón y Menem consultaban esoteristas para tomar decisiones. Cristina Fernández rehusaba hospedarse en el piso 17 por ser el número de la desgracia en la quiniela, el juego de azar más popular de Argentina. Y María Kodama, la viuda de Borges, no visita casas que contengan el número 13 en su dirección. Carlos Gardel, el ícono del tango, por su parte, no volvió a cantarle Dandy a los seleccionados de la albiceleste; cuando lo hizo, perdieron la final de los Juegos Olímpicos de Ámsterdam en 1928 frente a Uruguay por 2-1. Dos años después, cayeron nuevamente ante los charrúas —organizadores de la primera Copa Mundial de la historia— por 4-2, también en la final. Gardel es tango no milonga. Como tampoco el viejo Casale, hechura del Negro Fontanarrosa, y fatídica cábala de “19 de diciembre de 1971″, cuento basado en un partido que existió. El clásico rosarino entre Newell’s y Rosario Central por las semifinales del Torneo Nacional de 1971. En el relato, el viejo, un hincha que jamás había visto caer a Central en un clásico pero que hacía años no iba al estadio por sus males cardiacos, fue raptado por la barra ‘canalla’. Un ataque al corazón después del gol triunfal coronó su vida, y la justificó. ¿Por qué iba a ser distinto Gareca? ¿Por qué?
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