Lo más distintivo de la campaña de Pedro Castillo no es su ubicación en el espectro ideológico sino su populismo. Esto es fundamental para comprender cómo podría ser un gobierno suyo.
El populismo, según una de sus definiciones modernas más completas (Mudde y Rovira, 2017), es una forma de entender la sociedad como una división entre el pueblo noble y la élite corrupta, que propone que la política sea una expresión de la voluntad del pueblo (representada por el político populista).
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Bajo esa definición la retórica de Castillo es profundamente populista. Eslóganes como “no más pobres en un país rico” aluden al antagonismo entre el pueblo y la élite económica. Sus críticas a los medios y a instituciones como el Tribunal Constitucional y la Defensoría del Pueblo (que cuestiona por no ser elegidos por el pueblo) son parte del mismo discurso anti-establishment, que busca ubicar a la élite corrupta en una posición contraria al interés popular.
El programa de Castillo también encaja con la definición canónica del populismo económico (Dornbusch y Edwards, 1990): un énfasis en la redistribución sin considerar los riesgos financieros, inflacionarios, restricciones externas, y las reacciones de los agentes económicos a intervenciones agresivas en el mercado.
Su plan de gobierno cita repetidamente las experiencias de los neopopulistas Rafael Correa y Evo Morales.
Si nos basamos en el contenido del plan, en sus declaraciones, y en lo que se puede aprender de las experiencias de Correa y Morales, la política económica de Castillo tendría tres elementos centrales.
El primero es un aumento rápido en el gasto público, concentrado en salud y educación. Su propuesta de aumentos salariales en esos dos rubros podría representar un aumento del gasto de cerca de 4% del PBI. En base a las experiencias de Ecuador y Bolivia es posible también una expansión de programas sociales.
Lo segundo es alguna forma de nacionalización o uso de política tributaria para capturar la mayor parte de las rentas de minería e hidrocarburos. Castillo ha insistido con la propuesta de gravar la utilidad en este sector con una tasa de 70%. Ecuador y Bolivia implementaron políticas de nacionalización agresivas. Sin medidas de este tipo, la expansión vertiginosa del gasto público es inviable.
Algo que diferencia el neopopulismo de Correa y Morales del populismo clásico de los 70 y 80 (y de Venezuela contemporánea) es que la expansión fiscal no es financiada con mecanismos inflacionarios. Sin embargo Castillo estaría más limitado porque en el Perú las rentas por recursos naturales son menores que en Bolivia y Ecuador, y Correa y Morales coincidieron con el boom de materias primas.
Lo tercero es la regulación de salarios y precios en sectores de alta relevancia social. El plan menciona salud, pero podría incluir también alimentos y servicios públicos. En Ecuador y Bolivia hubo aumentos muy importantes en el salario mínimo (ver gráfico).
Los efectos de las medidas
Las implicancias de estas políticas son predecibles. En una primera etapa pueden ser efectivas para reducir la pobreza y la desigualdad. Pero luego enfrentan tres limitaciones.
La primera es que hacen al país mucho más vulnerable a shocks en los precios de las materias primas, y cuando estos ocurren las cuentas fiscales se pueden tornar insostenibles. Lo segundo es que desincentivan la inversión para ampliar la capacidad en los sectores nacionalizados, por lo que la producción también se reduce, agudizando el efecto anterior. Y finalmente, las regulaciones invasivas en otros sectores dañan el clima de negocios y desincentivan el crecimiento de industrias que diversifiquen la economía.
El resultado final es que después de unos años el país es aún más dependiente de materias primas, pero sin capacidad para sostener un Estado mucho más grande y sin motores de crecimiento económico. Un ajuste fiscal severo que revierte mucho de lo logrado es la única manera de evitar una debacle mayor.
La resistencia política a un plan de este tipo sería inmediata. No solo porque amenaza intereses poderosos, sino porque para la oposición sería claro que de implementarlo, el gobierno podría consolidar una base de apoyo popular muy fuerte, que luego dificulte enfrentarlo si la usa para abusar o quedarse en el poder.
En parte por eso, la experiencia populista tiende a estar acompañada por un intento temprano por limitar los contrapesos al Poder Ejecutivo (desde cerrar el Parlamento hasta acosar a la prensa y copar las instituciones de control constitucional). Dada la resistencia, es la única manera de avanzar con el plan populista.
También ha sido común limitar la independencia del Banco Central (primero para controlar el tipo de cambio en línea con el plan económico, y luego para financiar el déficit fiscal), como ocurrió en Ecuador y Bolivia.
Estos ataques son coherentes con el discurso anti-élite y anti-tecnocracia del populismo, en el que buscan poner a las instituciones al servicio del pueblo.
Por eso, si de llegar al poder Castillo intentase implementar su plan, no solo enfrentaríamos un grave peligro económico, sino también un riesgo muy grande para la democracia.
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