LUIS ARRIOLA AYALA
En el descanso del mediodía, el señor Víctor Nakura confirmó el rumor: la reciente inauguración del restaurant Inkarri, en Yokohama. La forma de pensar de muchos peruanos había cambiado. Al principio, todos venían a Japón para ahorrar dinero y luego regresaban a Perú a invertirlo en algún negocio. Sin embargo, ahora, con años de trabajo, incursionaban con el capital acumulado en el exigente mercado japonés: restaurantes, agencias de viajes y ventas de productos comestibles. Los años difíciles, los de adaptación, ya habían pasado. Ahora se invertía en el país del sol naciente, porque si el resultado era negativo quedaba la oportunidad de seguir trabajando en fábricas.
–Yo invito la primera ronda de cervezas –propuso Víctor Nakura con su ronca voz.
Como era viernes, acepté. Luego de cerrar el almacén de la fábrica y marcar nuestras tarjetas de salida partimos al Inkarri. Hasta el jefe japonés, Tanabe, se animó a ir. Bastó que la puerta eléctrica del restaurante se abriera para percibir el olor a comida criolla. En sus paredes, estaban colgadas las fotos de Machu Picchu y del Señor de los Milagros. En su interior, dejé de sentirme extranjero. El dueño, con su abdomen prominente, se acercó a la mesa para presentarse, anotar los pedidos y anunciarnos que podíamos solicitar canciones. Los platos con anticuchos y las cervezas no tardaron en llegar a la mesa. Tanabe alzó su vaso, gritó ¡kanpai! (‘salud’) y brindamos.
-Así se toma en Perú ¡Salud historiador! –exclamó Nakura.
-La cerveza está como se pide –afirmé y chocamos los vasos.
-Esta noche vas a empezar a escribir la historia de los peruanos en Japón –añadió él.
Mientras bebía pensé que más que escribirla, empezaba a vivirla. Para acompañar las cervezas pedimos: ají de gallina y lomo saltado. El jefe japonés probó las comidas y no se cansaba de repetir, ¡umai! (‘sabroso’). Después de la quinta ronda exigió que ya no lo llamáramos por su nombre: Tanabe, sino más bien, Nabe chan. Nabe era la contracción de su apellido y la terminación chan implica confianza. Su pedido fue recompensado con más cervezas. Cerca de la una de la madrugada se despidió. Sabía que pronto el local dejaría de atender. No se equivocó. Minutos después el dueño bajó el volumen de la música.
–Ya tengo que cerrar. La licencia municipal así lo ordena.
Sin embargo, nos explicó que como el Inkarri era un pedazo de Perú, otras leyes se imponían y la jarana continuaría a puertas cerradas. Antes de que amaneciera, de nuevo el volumen del equipo de música disminuyó y el dueño comentó:
–Me han pedido la canción más peruana
El desconcierto se apoderó del Inkarri, y desde las mesas vecinas empezaron a vociferar los borrachos clientes.
–¡Una criolla! ¡Los Embajadores!
–Ponte un huayno y si es ayacuchano, ¡mucho mejor!
–Una marinera, ¡como el norte no hay dos!
–Ni hablar, ¡tiene que ser un yaraví arequipeño!
Algunos gritaban con insistencia: “¡salsa!” o “¡cumbia!”. Durante esos confusos minutos, el regionalismo amenazó con separarnos. El más preocupado era el dueño del Inkarri porque se podía generar una pelea. En medio del caos, el señor Víctor Nakura se levantó. Con autoridad pidió silencio:
–La canción más peruana la conocemos todos –dijo y empezó a cantarla.
Unos segundos de tensión y escuchamos el sonido de una silla arañando el piso y una voz acompañando la primera línea; luego, otra silla, y más voces y así sucesivamente hasta quedar todas vacías. De pie, con la mano en el corazón y en los ojos los recuerdos, entonábamos el himno nacional, como nunca lo habíamos cantado ni en el Perú.
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