Piense en las conchitas a la parmesana. Piense en la Navidad y el olor a panetón. Piense en la uva borgoña. En Yola Polastri, en el Gordo Casaretto. En las mayólicas de Cassinelli. Piense en la primera vez que cocinó con el recetario Nicolini. En la Taberna del Queirolo. En el sonido que hace la corneta del heladero Donofrio. Piense en unos tallarines verdes con apanado. Piense en todo eso que se siente tan nuestro; tan parte de nuestra idiosincrasia. Piense en la Italia que se quedó en el Perú.
Poseemos más que una herencia de pizza y vino. Lo italiano ha calado en la cultura local en todos los niveles que conocemos. Está en la Plaza Bolognesi y en el parque Raimondi, pero también en esa abuela anónima que todavía cocina para su familia los domingos. El espíritu italiano es fuerte, terco. Es, también, valiente. La migración masiva que ocurrió a finales del siglo XIX hasta las primeras décadas del XX los llevó a dejar sus tierras para escribir una nueva historia. El mundo esperaba.
Desde Sicilia a las grandes colonias en Nueva York y Nueva Jersey. Del Piamonte hasta las llanuras de Argentina. De Génova a Chucuito. Los italianos son y serán siempre un pueblo viajero. Y lo que es igual de importante: un pueblo que sabe comer. El encuentro de dos de las cocinas más poderosas del mundo es el que se produjo en las costas del Callao, a inicios del siglo pasado. La olla mezcló sabiduría y sazón de dos regiones privilegiadas. La Liguria nos regaló de inmediato su pesto, su torta pascualina (lo que conocemos como pastel de acelga) y su menestrón. El resultado fue una mesa de renovada tradición. Un menú bravo, bravíssimo.
Chiavari, pueblo de Génova, región de Liguria, es el punto de salida. Corre el año 1930 y un joven se embarca hacia lo desconocido. El destino lo llevaría a las lejanas tierras del Perú. 83 años después, Gastón Acurio propone volver. Volver a través de un viaje culinario. El trayecto empieza con una maleta empacada de viandas, especialmente seleccionadas por la “mamma”. Que triunfe y vuelva a sus brazos, desea ella. Que nunca pierda el orgullo ni la memoria.
En su mesa, Gastón ha armado un recorrido dividido en cinco tiempos. De la partida al retorno. Lo ha hecho de la mano de su jefe de cocina, Diego Muñoz. Pero el sueño va más allá del plato. En total, 25 profesionales de distintas índoles han colaborado para llevarlo a cabo. Desde la elaboración de los textos hasta los ternos de los mozos, pasando por la música y los muebles. Todas y cada una son piezas imprescindibles para entender la experiencia. La diseñadora de zapatos Mercedes Salem fue la encargada de crear el baúl, primer encuentro con la propuesta. El artista Abel Bentín hizo lo mismo con unas piezas de vajilla que bien podrían exhibirse en una galería de arte. Marcelo Wong, por su parte, creó una pirámide trunca para el cierre. Una fiesta de los sentidos.
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