POR DIANA GONZALES OBANDO Y JORGE PAREDES LAOS El Dominical.

Escribe en las mañanas, las tardes y poco por las noches. Es un hombre metódico, que adora la música y que ha construido una obra que explora esa utopía andina posible, de la conjunción feliz entre la cultura autóctona y la universal. Un sonriente Edgardo Rivera Martínez nos recibe en su departamento de Miraflores, frente al mar, aunque sus recuerdos están más cerca de Jauja y de las nieves del Huaytapallana. “Con los años me he vuelto perfeccionista”, dice. Confiesa que corrige cada página hasta encontrar la cadencia adecuada, y espera concluir pronto su última novela, tal vez en setiembre, cuando cumpla los 80 años. No rehúye a los avances informáticos. “La tecnología ayuda”, comenta, mientras recuerda que su novela “País de Jauja” la escribió en una Macintosh, que por estos días se exhibe en una muestra que realiza en su honor la Casa de la Literatura.

Se cumplen veinte años de la publicación de “País de Jauja”, una novela que escribió entre 1991 y 1993, pero se puede decir que la gestó durante toda su vida, porque en ella rememora su infancia, evoca su tierra, a la que convierte en un escenario literario fabuloso, tomando algo de un antiguo imaginario europeo. Sí. Esa novela es en gran parte autobiográfica. Ahí está mi infancia, mi adolescencia, todo* ese mundo familiar en el que compartía lo andino, lo nuestro, lo propio del valle del Mantaro y lo jaujino con la cultura peruana y la europea*. Todo esto gracias a la formación cultural de mi familia materna. De niño comencé a tocar el piano y a cultivar la lectura, incentivado por mi hermano Miguel, quien era bastante mayor que yo. El mundo recreado en “País de Jauja” es un mundo de descubrimiento, de felicidad. Es el mundo del adolescente Claudio, quien descubre lo que es el amor y también cuál es su vocación. Fue una novela que me procuró mucha alegría escribir.

¿Claudio, el personaje central, es en gran parte usted? En gran parte, no todo, por supuesto. Yo sitúo la novela en 1947, un año antes de la llegada de la estreptomicina, con la cual ya se podía curar la tuberculosis, sin necesidad de ir a Jauja. Desde fines del siglo XIX, Jauja fue el centro de la curación de esta enfermedad, y allá iban enfermos de muchas procedencias, y, como dice un viajero francés, Charles Wiener, la ciudad se convirtió en un pequeño centro cosmopolita.

En la novela aparecen también los huainos jaujinos, junto con la música clásica… Gracias al cariño que teníamos en casa por nuestra música, por nuestras danzas, algo que estaba muy enraizado en nosotros. Yo voy de tiempo en tiempo a Jauja, ya no con mucha frecuencia como antes, pero conservo la casa familiar, y me es muy grato escuchar nuestra música y ver nuestras danzas. Cuando vaya a fines de mayo, espero ver otra vez ese paisaje de luz en una estación en la que los sembríos se ponen dorados y el paisaje se convierte en algo muy especial.

Un paisaje que le trae recuerdos… Muchos recuerdos. Se ve claramente, a la distancia, el nevado de Huaytapallana, a pesar de que se está perdiendo poco a poco la nieve. Cuando era niño solía desayunar en los altos con las ventanas abiertas y ver nuestras cumbres allá en el horizonte.

¿Por qué “País de Jauja” tiene tanto éxito? Será por ese mensaje de optimismo, de felicidad, de conjunción de lo andino y lo universal. Esa historia de descubrimiento del joven Claudio, quien conoce el amor con una jovencita serrana y también el amor voluptuoso con una viuda de origen árabe y, además, el amor ideal hacia Helena, una mujer muy bella, pero enferma, que se pasea los domingos por la ciudad y que le recuerda a la Helena del poema de Homero, que en esos días estaba leyendo el joven.

Su padre murió cuando usted era muy pequeño. ¿Su hermano Miguel reemplazó a la figura paterna? Sí, porque mi hermano era doce años mayor que yo y tenía una gran formación cultural. Él inició estudios en San Marcos, pero por diversas razones no pudo continuar y fue quien me incentivó a la lectura. Como lo he contado siempre, mi abuelo materno, que fue abogado y vivió en Jauja, nos dejó bastantes libros en la casa, con volúmenes de lujo. Hasta ahora me queda la edición que nos dejó de “El Quijote…” ilustrada por Gustavo Doré, así como numerosos libros de literatura española y francesa. Y su hermano, que murió joven, nos dejó, entre otros, dos cuadros de Ignacio Merino, que en algún momento vendimos al Banco Wiese.

¿Los poemas homéricos han sido importantes en su obra? Sí, la literatura griega en general, porque comencé a estudiar Letras y Literatura en San Marcos y tuve como profesor a Fernando Tola Mendoza, un gran helenista, que manejaba muchos idiomas, y bajo su dirección traduje fragmentos de un presocrático, Jenófanes de Colofón, que luego se publicaron. Don Fernando llegó a dominar el sánscrito, el pali y otros idiomas, y ahora, a los 97 años, vive y trabaja en Buenos Aires.

Su obra también muestra esa mitología andina conectada con la occidental. Sí, hay cuentos con figuras míticas como el amaru, que aparece en un cuento y/o poema del mismo nombre.

¿Qué otros proyectos literarios tiene? Sabemos que en estos momentos está escribiendo una nueva novela, titulada “Casa de cristal”. Ese es el título provisional. Se trata de una novela que va de lo cosmopolita hacia lo andino. La constante en mis novelas y cuentos ha sido que el tránsito se haga de lo andino hacia lo universal, pero esta vez es a la inversa. Ahora se va de Lima y, a través de ella, de lo cosmopolita a lo andino, no hacia Jauja, pero sí hacia nuestros andes.