ENRIQUE PLANAS

Lleva siempre un cuaderno de apuntes. Sabe que aquellas notas podrían convertirse en un artículo, un cuento, quizás la semilla de una novela. Piensa en ello cuando visita a su madre en el hospital. Ella es maniacodepresiva y en los últimos 25 años muchas han sido sus entradas y salidas en instituciones mentales. Durante estas reclusiones, el escritor colombiano Mario Mendoza observa y toma nota. Mira a los pacientes y a los empleados del pabellón. Cree que podría escribir una novela sobre los desórdenes de identidad que empezaba a reconocer. La novela nunca llegó, pero en aquella libreta había un material valioso: bocetos de un estado de ánimo, anotaciones sobre la condición humana. La importancia de morir a tiempo es el título de aquel lúcido cuaderno de apuntes convertido en libro.

¿Tras analizar síndromes antiguos y otros generados por la modernidad, cuán tóxica crees que es la vida actual? Tóxica para los demás, pero, para los que tenemos una mirada literaria, nos ofrece cada vez más material. La escritura nos permite elaborar esa extrañeza: historias de muerte o de dolor a las que hemos asistido pueden iluminar la vida de los demás.

En tu libro hablas de los ‘hikikomori’ japoneses, quienes no salen de su habitación por años, conectados a sus computadoras. ¿Ellos representan ese miedo con el que vivimos? El ‘hikikomori’ es el registro extremo de ese miedo: chicos que pueden llevar diez años sin salir de su habitación, viviendo con los horarios invertidos. Ellos revelan una tendencia que nos arrastra a todos. Japón tiene la tasa de comercio sexual más baja del mundo porque la gente casi no se toca. Poseen tecnologías sofisticadas de realidad virtual para satisfacer su deseo sin necesidad de estar con alguien. Ellos nos demuestran que estamos en el umbral de una nueva época. Nuestro deseo esta siendo metamorfoseado. Preferimos satisfacernos a nosotros mismos que entrar en el contacto con el otro. Es menos peligroso.

¿Y a qué nos puede conducir eso? Ese miedo al otro nos está llevando a conflictos con nosotros mismos sumamente graves. Llegará el momento en que perdamos todo tipo de interés, en que no desearemos nada. La filiación generará repulsión.

No hace falta viajar a Japón para encontrar angustias tan sofisticadas Por supuesto. Me sorprende ver en las clínicas psiquiátricas cada vez más muchachos adictos al Internet y a los teléfonos celulares. ¡Hoy lo peor que le puede pasar a una chica de 15 años es que le quites el celular! De inmediato empieza a sentir la abstinencia. Es fuertísimo.

En tu libro hablas de ciegos capaces de alcanzar un conocimiento que otros con sus cinco sentidos no logran. ¿La privación es beneficiosa para la comprensión de la realidad? Rimbaud en el siglo XIX hablaba de cerrar los campos de la percepción. Nuestros sentidos están atrapados por la costumbre: vemos con los ojos, escuchamos con los oídos, palpamos con las manos. El cuerpo va creando esas rutinas y, de alguna manera, impide captar las fisuras de la realidad. En su libro “La carta del vidente” Rimbaud habla del desajuste de los sentidos. Nunca lo entendí hasta que un día ofrecí una conferencia en un instituto para ciegos. Al final, una mujer se me acercó y me dijo que si le permitía ‘verme’. Yo no entendí, pero acepté. Ella se acercó y empezó a tocarme con las yemas de los dedos, sin ningún tipo de pudor, por todo mi cuerpo. Creo que me puse rojo de la vergüenza. Jamás nadie me había observado tanto como lo hizo ella con sus dedos. Allí entendí a Rimbaud: ser artista es aprender a percibir de otro modo.

Las prosas tan libres de tu libro nos remiten siempre a los textos breves de Julio Ramón Ribeyro. ¿Hay alguna influencia confesable? Por supuesto. Sus “Prosas apátridas” es uno de los libros más extraordinarios escritos en América Latina. Es un cuaderno de notas sobre momentos reveladores de la cotidianidad, instantes en que la realidad se fractura y en un instante te permite ver algo que antes era invisible.