En el Perú en el que nació José Villalobos Cavero, un 8 de abril de 1930, Augusto B. Leguía prolongaba los últimos meses de su Oncenio y Felipe Pinglo Alva aún vivía, desplegando su talento y su bonhomía en jaranas cuyo eco aún resuena en los rincones más antiguos de los Barrios Altos. Calles de tierra, callejones, solares o pampones sonreían ante punteos de guitarra, cajoneos o guapeos que a veces no detenían ni el amanecer ni el canto de los gallos. En el barrio popular el jolgorio es bautizo, consuelo y exorcismo de penas. Algunos representantes de la Guardia Vieja -músicos y reivindicadores del folclore criollo y afroperuano desde los años finales de la Guerra con Chile- aún vivían y jaraneaban de lo lindo. Algunos de ellos, incluso, habían conocido la cultura de afroperuanos que habían sido esclavos. Podría decirse que en aquel 1930, las tradiciones musicales estaban frescas, aún había cronistas de los años fundacionales, los ritmos, los tempos y las letras, llenas de mensajes que eran también descripciones socioculturales, estaban vivos. Los herederos bebían todavía de la fuente original. En ese barrio nació Pepe Villalobos, quien muy pequeño se mudó a un solar del jirón Ancash. Al poco tiempo, dejó de lado los juegos y los correteos propios de su edad, para concentrarse en ese vecino que tocaba siempre el cajón, la guitarra o la quijada mientras ensayaba con un grupo de amigos. Víctor “Gancho” Arciniega, legendario cajoneador en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, le cambiaría la vida.
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Hoy, a los 90 años, tras cuatro infartos, Villalobos ha reducido su actividad física, pero no ha perdido el buen humor. “Como dice el vals, pasito a paso voy caminando”, aclara con una sonrisa. Y declama: “Acostumbrado a sufrir/ cualquier pesar me divierte/ Y salga el sol o no salga/ poco me importa/ Porque también el viento/ seca mi ropa.”
En esta entrevista con El Comercio, el músico, cantor, investigador, recopilador, ocasional preparador de chinchiví y difusor del criollismo, recuerda aquellos días de aprendizaje inicial, las jaranas interminables, el culto a la tradición musical, los momentos entrañables con amigos y colegas como Pablo Casas, Jesús Vásquez, Óscar Avilés o su primo, Arturo “Zambo” Cavero. José Villalobos es uno de los últimos eslabones vivos entre aquellos años y los que el futuro le ofrece a la música criolla. Y aquí está su voz.
A usted lo llaman “El rey del festejo” por el ritmo musical y también por festejar mucho, ¿No? Las jaranas criollas de Barrios Altos son legendarias.
(Risas) Efectivamente, porque la verdad de las cosas, quizás con un poquito de vanidad, yo compongo el festejo que más se aproxima al verdadero festejo. En ningún momento pretendo decir que soy el mejor, no, simplemente soy un criollo preocupado por rescatar la música antigua y darle vigencia. Por esas cosas -y otras más- es que se me ha llamado “El rey del festejo”, pero yo lo veo como algo muy sencillo. Simplemente he querido llevar el festejo y la música afroperuana en su verdadero ritmo. Porque tuve la suerte, en el año 1940, de codearme con el conjunto criollo más grande que ha habido en el Perú, que hacía todos los ritmos representativos de la música criolla, el Conjunto Ricardo Palma. Ahora, la vida bohemia, sí se extraña.
¿Recuerda cuál fue su primer contacto con la música?
¡Claro! Yo nací y me crié en los Barrios Altos. Mi madre era muy católica, así que me matriculó en el catecismo en la Iglesia de Cocharcas. En esa época yo ya tenía idea para el canto y un privilegio, pues podía hacer distintas voces. Me tocó un profesor que descubrió que yo tenía esa cualidad, así que puso mucho interés en ayudarme. Eso me abrió más el camino del aprendizaje. Desde esa época nació en mí la afición por la música, cantando himnos religiosos. Entonces, en 1940, a los 10 años, me fui a vivir al jirón Ancash. Por coincidencia ahí también vivía el más grande tocador de cajón de todas las épocas, Víctor Arciniega Samamé, apodado Gancho. Lo más grande que ha habido. Yo vivía en el número 9 y él en el 8 de la misma quinta, así que para entrar y salir tenía que pasar junto a su puerta. Y ahí ensayaba justamente el famoso Conjunto Ricardo Palma (Pancho Estrada, Francisco Ballesteros y Samuel Márquez eran los otros integrantes) que practicó todas las manifestaciones representativas de nuestro folclore en su verdadera esencia. Eso acrecentó mi afición por la música criolla, pero yo no tenía ningún instrumento ni nada por el estilo. Cuando ellos ensayaban, yo estaba paradito en la puerta desde las 8, 9 am hasta las 4 de la tarde, viéndolos atento. A veces la señora Manuela, esposa de Arciniega, nos invitaba a almorzar. Otras veces no iba a almorzar a mi casa solo por no perderme una sola canción, un rezo, que podía ser un festejo, un tondero, una marinera limeña. Yo no quería perderme nada de eso, ni la oportunidad de asimilar conocimientos de la música criolla, lo cual te dice la tremenda afición que yo tenía por ella.
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¿Cuál fue su primer cajón?
Bueno, hasta ese momento yo nunca había visto tocar cajón a nadie, ni tampoco sabía que El Gancho era el mejor de todos, pero sí que era muy bueno, extraordinario. Tocaba la guitarra, también cantaba y bailaba, declamaba décimas, era un criollo completo, con todas las de ley, muy gracioso. Hacía dúo con Francisco Ballesteros para los contra puntos de décimas y marineras limeñas. Como siempre me veía parado en la puerta, un día después de los ensayos, Gancho me preguntó qué instrumento me gustaba. Le dije que todos, pero él me dijo que debía elegir solo uno para empezar. “A ver, toca el cajón”, me dijo. Sacó su guitarra, tocó golpes de marinera, de tondero y quedó asombrado. Según me dijo, yo tocaba idéntico a él. Pero ni él ni nadie me habían enseñado. Yo aprendí solo de ver y sin tener cajón. ¿Sabes cómo? Ensayaba palmoteando en la mesa de la casa, en el mostrador cuando iba a la tienda, en las sillas, en las puertas, en las paredes, en el suelo. Ahí llevaba yo el compás. Inmediatamente, Gancho me tomó como su alumno y me llevó a trabajar a Radio Central y Radio Mundial, donde empecé en 1945, a los 15 años. Tuve la suerte de hacerme un adicto aficionado a la música criolla y desde esa época hasta hoy, no he dejado mi afición. Siempre sigo siendo el alumno que está ansioso por aprender algo, porque la música criolla es tan bonita que invita a nacer y morir aprendiendo.
¿Cómo fue esa “universidad del callejón” que alguna vez dijo usted que lo formó?
Bueno, yo soy un egresado de esa gran universidad. Ahí se aprenden muchas cosas que nos dan la oportunidad de conocer la vida real. Si bien es cierto que en ese lugar se suscitan muchos líos, muchas cosas, muchas envidias, también hay mucha confraternidad, cariño, mucha solidaridad. Por ejemplo, cuando alguien fallecía, cada vecino ayudaba, llevaba tazas, platos, cubiertos, sacaba sus sillas, bancas, azúcar, galletas, lo que se acostumbraba antes, para que se acomodaran quienes iban al velorio. Y, si no se conocían de antes, ese día de pena acababa en amistad. La filosofía del pueblo puede ser simple, pero te deja muchas enseñanzas. La otra parte es que en el callejón y en sus jaranas es donde me encontré y alterné con mucha gente importante. Gracias a esa época, podía ir a una jarana y encontrarme, por ejemplo, a Pablo Casas Padilla. Conocí gente muy importante e interesante de quienes pude aprender muchísimo.
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Considerando que usted ha conocido a los principales representantes de la música criolla del Siglo XX, ¿Cómo ve su actualidad?
Bueno, hay muchos jóvenes que no se preocupan de nada, solo agarran los discos, se copian las canciones, mal cantadas, sin las líneas melódicas, sin cantar las letras como son. Hay mucha diferencia con lo anterior. La música criolla es extraordinaria. Tenemos tondero, palillo, pregones, zamacueca, festejos, huaynos, valses, polcas. El folklore es muy rico, pero muchos intérpretes lo tomaban solo como una jarana y nunca buscaron darle el verdadero valor y presencia que era necesario darle. Pero ya no se estudia, no se toma tan en serio y no basta solamente el talento. Antiguamente, gracia a Dios, hubo una generación talentosa, excepcional, a pesar de que algunos no fueron músicos de escuela, fueron geniales, pero hoy día no se necesita solo nacer con talento, sino estudiar para que todo siga progresando. Los muchachos de hoy no lo están tomando en serio. Escuchan un vals, lo cantan mal, pero igual los están aplaudiendo en TV, así que no les interesa investigar más. Es una falta de respeto por la música, y desinterés por conservarla.
Como uno de los más grandes representantes vivos de la música afroperuana ¿Siente que hay más respeto y valoración en la actualidad por lo negro del Perú?
No mucho, no verdaderamente lo que vale nuestra música. Porque el folclore mucho tiene de ascendencia africana. Pero llegó al Perú, se querenció en el Perú y llegó a ser representativo. Yo me encontraba con los grandes en Chincha o acá en Lima en las grandes rancherías, frente al cuartel de Barbones, en un lugar llamado La Huayrona, donde los negros peruanos practicaban mucho su música. Ahí paraban mucho el Gancho Arciniega y Pancho Ballesteros, jaraneando, tocando y ahí bebían directo de la fuente, recogieron temas como El pajarito, A la molina no voy más y muchas cosas como panalivios y más y los hicieron suyos y los divulgaron con autoridad. Pero cada día va quedando menos del acervo de esa música tradicional. Es como si se hubiera hecho copia de la copia de la copia, que sale cada vez con menor calidad. Se ha desvirtuado mucho la música tradicional con algunas fusiones modernas.
“Mueve tu cucú”, “La comadre cocoliche”, “En el galpón” o “El negrito chinchiví” son de sus composiciones más recordadas, cantadas y bailadas. ¿Tiene alguna que recuerde con especial cariño?
Le voy a contar una de las que hice con mucho cariño, porque me la inspiró mi comadre Valentina Barrionuevo, que vivía en el Callejón del Buque que quedaba al frente de las guitarras Falcón, en Luna Pizarro. Yo paraba ahí porque siempre me querenciaba en todos los lugares donde podía conseguir una enseñanza. Una mañana fui a visitar a Valentina, la encontré tejiendo, solita, y le pedí que me cuente una historia de negros. “No, yo soy negra, pero a mí no me gustan los negros”, me dijo en tono chistoso. Tuve que insistirle, porque no quería. Entonces, me contó la historia de Ufrasio, un negrito bajito, medio calvo, de 45-50 años. Nunca trabajó. Solo un día de su vida, como ayudante de albañilería. “Estaban haciendo una pared gruesa –me contaba ella- y él corría con su batea en la cabeza y tiraba el barro con un grito: “¡Barro aquí, cuerpo allá!”. Tenía miedo de que la pared sin fierro se cayera. Entonces, se fue a almorzar con sus compañeros y, al volver, la pared se había caído. “Escuchen esta historia de Tina la Valentina. En su Callejón del Buque me la contó y es así: Dicen que el negro Ufrasio no trabaja ni para el diablo/ Pero hace mediodía se ha puesto a trabajar/ Lleva la batea de barro en la cabeza pelada/ pero anda pregonando “¡Barro aquí, cuerpo allá!”/ Ufrasio, Ufrasio, la pared se va a caer/ pero anda pregonando “¡Barro aquí, cuerpo allá!”, escribí. “Cosas de Tina”, la llamé. Usé sus guapeos, su lenguaje. Quería resaltar su figura, su gran colaboración, su aporte al folclore. Lamentablemente, ella falleció antes de escucharla.
Cuando usted nació, Felipe Pinglo aún vivía. Quizás no tenga recuerdos directos, porque tenía solo 6 años cuando murió, pero conoció a muchos amigos, vecinos o colaboradores musicales suyos. ¿Qué recuerda? ¿Cómo hablaban de él quienes lo conocieron?
Todos hablaban maravillas sobre él porque, según cuentan, Felipe era una persona muy correcta, era bien educado, hijo de maestro. Conocí a sus hijos Felipito y Carmen, se hicieron amigos de mi esposa y de mí. Otro amigo de Pinglo fue compadre mío y padrino de mi hija Zoila, Juan Ríos Tello. Me contó que una noche, tras una jarana que acabó temprano, se fueron a comer a un chifa en la cuadra 11 de Jirón Ancash. Todos entraron, pero Pinglo se quedó sentado mirando hacia la calle, a un mendigo. Mientras aceleraban el pedido, el “bardo inmortal” componía: “Cubierto de harapos, la faz macilenta/ el pobre mendigo limosnea un pan/ implorando siempre la bondad ajena/ a todos les pide una caridad”. Era el vals Mendicidad. Otra vez, al volver a casa, Felipe tenía la costumbre de pasar antes a saludar a un sastre amigo suyo. Conversaban un rato y luego se acicalaba, se acomodaba la corbata frente al espejo para llegar a casa. Pero aquel día, permaneció mirando el espejo por mucho rato. Su amigo el sastre le preguntó qué hacía. Y Pinglo le dijo: “Es que he terminado un vals mientras me miraba la cara en el espejo”. Resulta que lo iba escribiendo mentalmente mientras se miraba: “Ayer tarde me he mirado en el espejo/ Pues sentía por mi paz, curiosidad/ Y el espejo al retratar mi cuerpo entero/ Me ha brindado dolorosa realidad” (tararea Pepe Villalobos). Era “El espejo de mi vida”.
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Como primo y camarada de amanecidas criollas con el Zambo Cavero, ¿Cuál es el recuerdo más divertido que le viene a la memoria? Porque esas jaranas podían durar una semana, ¿No?
Él era muy gracioso, muy efusivo. Tenía gran afición por la música criolla, aunque su fuerte era cantar boleros, mismo Benny Moré. Recuerdo mucho esa época, cuando yo tendría unos 30 años y Arturo 20. Nos íbamos al Negro Negro y el baterista del local era Melcochita. Cuando él quería descansar, Arturo tocaba un poco de percusión con la orquesta y, de pasada, nos deleitaba con unos boleros a lo Benny Moré. Yo pensé en algún momento que él iba a dedicarse a los boleros, no a la música criolla. Pero supo adaptar esos compases y síncopas a su talento original. Desde sus primeras grabaciones comenzó a incluir temas míos. El primero fue El Galpón. Al principio, Iempsa se negó a grabar festejos, pero una vez que lo hicimos, vieron ahí su “minita de oro”. Grabamos con cajones que yo mismo había confeccionado y que le daban un sonido especial.
¿Cuál considera usted la personalidad más entrañable de las que ha conocido dentro de la música criolla?
El Gancho Arciniega, definitivamente. También Pancho Estrada, tanto cariño me tenía que me trataba de ahijado, Gracias a él debuté con mi conjunto Tradición Limeña un 31 de octubre de 1960 en el Karamanduka. Otros fueron Fidel Palomino, Pablo Casas y el señor Ernesto Samamé. (“Son personas que él recuerda con mucho cariño y hasta se ríe solo, a veces, porque recuerda las anécdotas. Siempre me dice que los extraña mucho”, nos cuenta su hija Pilar en ese momento). Cuando entré a la radio, desde 1945, conocí también a todas las intérpretes: Jesús Vásquez, Delia Vallejos, Eloísa Angulo…
Para un criollo que ha vivido casi un siglo de criollismo, ¿Cómo es un criollo verdadero?
Buenos, todos ellos tenían grandes cualidades para ser criollos y eran muy respetuosos, muy cumplidos. Yo recuerdo que los viejos me decían a mí: “Pepito, para ser criollo, hay que ser señor. Criollo no es el que pide plata, el que pide ropa, el que pide cigarros, el que chupa el codo de otro. No. Ser criollo es ser un señor”. Eso lo tuve mentalizado yo desde la edad de 10 años que empecé a ir a ver o tocar en jaranas donde nadie me dejaba tomar. Toda mi vida lo he practicado. Por eso es que tengo amigos de todos los estratos sociales y económicos. He tocado para presidentes de la República, desde Odría en adelante, casi todos. Frente a Odría he tocado con Tradición Limeña, Jesús Vásquez y Rómulo Varillas. Y también toqué para la gente del barrio o para la gente millonaria y en desfiles de caballos de pasos, peleas de gallos, corridas de toros, en diferentes escenarios, inculcando y disfrutando nuestra música criolla. Ser criollo es ser una persona que tiene mucho respeto a su identidad, a los demás y que sabe y es consciente de lo que hace y de lo que eso significa. Y otro detalle: no hablo con palabras, sino con frases, siempre extraídas de valses, polcas o hasta tangos. Te voy a poner un ejemplo: un amigo que no me visita por buen tiempo. No le digo “¡Qué ingrato eres, no has venido a visitar!”. Le digo: “¿Qué te pasa, oye hermano? ¡Me has confundido con Aurora!” “¿Por qué?”, me preguntan. “Porque me has dejado al abandono”, contesto (risas).
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¿Qué futuro le ve a la música criolla?
Bueno, es triste decirlo, pero siempre me ha adornado la franqueza. Veo un porvenir un poco incierto por la indiferencia, por el no apoyo que se les ha dado a los criollos. Desde el colegio, desde la primaria, debería enseñarse la música criolla, la ejecución de un instrumento, como se hace en otros países. Creo que voy a ir a morir con una lágrima en los ojos de no ver realizado este deseo. Pero mi voto siempre será por eso. Yo quiero ver a mi música cual bandera flamear en lo alto con orgullo, y decir “¡Esta es mi música peruana!” Les recuerdo con mucho cariño que siempre estaré con esa voluntad, con ese deseo de compartir todo lo que yo he captado en esta vida de la música criolla. Siempre. Porque siempre tengo las ansias de ver que algún día se le dé verdadero valor, el sitial que se merece. De todas maneras, siempre puedo decir que “Tengo el orgullo de ser peruano y soy feliz”.
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