LAURA J. VARO Masnaa, Líbano. Especial para El Comercio

Wahid ha terminado de cargar la camioneta y apura las últimas compras para llevar algo de comer por el camino. Usando cuerdas ha conseguido encajar dos sofás y un colchón en el techo. Dos de sus tres hijos se apretujan en el asiento trasero junto a un microondas, un ventilador, varias alfombras, cojines y un bote de leche en polvo infantil tamaño familiar. El bebe va en brazos de su mujer, en el asiento delantero. “Volvemos a Siria”, afirma, antes de enfilar el camino hacia el control fronterizo.

Wahid no dice de dónde viene, ni adónde va, ni siquiera da su verdadero nombre, pero asegura que regresa a casa porque ya no tiene miedo: “Llevamos dos meses en Líbano:https://www.elcomercio.buscamas.pe/líbano; no es nuestro sitio”, sentencia.

En Masnaa, todos los carros se parecen al de Walid. Los taxis y minibuses que cruzan en sentido contrario también cargan maletas, mantas y hasta mobiliario de hogar, pero estos huyen de una guerra que sobrepasa los dos años y medio y ha matado a más de 100.000 personas, según Naciones Unidas. En esta parte de la carretera que une Beirut y Damasco el acelerador se pisa a fondo, sin detenerse.

“La noticia de la intervención [estadounidense] ha tenido un impacto enorme sobre la acción humanitaria”, explica Paolo Lubrano, jefe de misión de la ONG Acción Contra el Hambre en Líbano. “La gente llegaba con miedo, nos decía que temía por su familia, que no sabrían si podrían volver”. En solo tres días, más de 15.000 personas atravesaron el paso fronterizo de Masnaa buscando refugio por el temor a un inminente ataque de Occidente contra objetivos sirios. Otros 12.000 lo hicieron el pasado fin de semana, antes de que el presidente Barack Obama anunciase su decisión de esperar la aprobación del Congreso para iniciar una intervención de castigo contra el régimen de Bashar al Asad tras la supuesta masacre con gas sarín en Ghouta, a las afueras de Damasco.

El éxodo repentino ha hecho saltar todas las alertas. La pregunta es qué ocurrirá después de la votación que se espera esta semana. “[La avalancha] ha sobrepasado nuestras previsiones”, afirma Lubrano, “si se produjera un ataque, no estoy seguro de que podamos hacerle frente”. De los dos millones de exiliados que ha provocado la peor crisis de refugiados desde Ruanda (según los datos de la ONU), al menos 722.000 se han plantado en Líbano, el único país que no ha establecido campos de refugiados ‘oficiales’, pese al acuerdo alcanzado en junio entre el Gobierno y el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). En su lugar, han crecido asentamientos de tiendas y chozas que dan cobijo a quienes ya no encuentran techo.

MUDANZAS BAJO PRESIÓN Bajo un techo de plástico en Arsal, en la frontera este con Siria, Hurriyeh (Libertad, en árabe) cuenta cómo llegó al país junto a otras 300 personas cruzando las montañas que separan ambos países. “Más de 13 pueblos salieron en menos de una hora”, dice, “dejamos todo atrás, coche, tierras, solo vinimos con lo que llevábamos encima”.

Ella y su familia hicieron el camino desde Qusayr, una de las ciudades más castigadas por el régimen, esquivando puestos de control y tiroteos. “Llegamos gracias a Dios”, recuerda, “íbamos sin guía ni nada: la gente corría, corríamos; la gente se paraba, parábamos”. Por el camino se le quedó uno de sus seis hijos, detenido cuando intentó regresar a casa para recoger algunos enseres. “Desde que estamos aquí hemos ido a la ONU y al ayuntamiento para pedir mantas y otras cosas, pero no nos han dado nada”, se queja tras tres meses en Líbano.

“La gente empieza a vender sus posesiones porque se han quedado sin dinero”, confirma Lubrano, “y hay otros que vuelven, algunos de manera temporal”. Algunos entran y salen para visitar a quienes han dejado atrás, como Samir. “Cuando voy o vuelvo de Deraa siempre estoy asustado, no un poco, mucho”, cuenta el joven de 24 años mientras espera en la frontera a que salga el bus que lo devuelva a Beirut.

Desde hace cinco meses va y viene a Siria para ver a su familia, que no ha querido moverse de casa. “Cada día hay bombardeos”, apunta. Imposible labrarse un futuro que se parezca siquiera a su presente como dependiente en una tienda de telefonía móvil en la capital libanesa. “Es como otro mundo”, dice. El trabajo le permite pagar los 50 dólares de taxi para visitar a sus padres al otro lado de la frontera, pero no hay nada que le calme los nervios del camino. “La última vez que viajé desde Deraa había enfrentamientos entre el Ejército sirio y los rebeldes en un ‘checkpoint’ en la carretera”, recuerda, “paramos el coche, nos tiramos al suelo y esperamos unos 15 minutos a que la lucha acabase”.

Otros, simplemente, se niegan a dejar su hogar, como Ahab, de 20 años, que gana 600 dólares al mes picando piedras en Líbano y viaja cada día a Sweida, aún controlada por el régimen sirio. “No tengo miedo”, insiste parado en el vórtice que es Masnaa, donde la gente entra y sale de la guerra.“Si hay una intervención americana, seguiré yendo y viniendo”, expresa.