Apenas puso un pie fuera de la peligrosa selva del Darién, Pedro* se enteró de que las reglas del juego para entrar a Estados Unidos habían cambiado.
El joven de 28 años, al que llamaremos Pedro porque pidió mantener su identidad bajo anonimato, salió de Venezuela hace dos semanas con una estrategia: atravesar Colombia, Centroamérica y México para llegar a Estados Unidos.
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Al pisar el estado de Texas, se entregaría a las autoridades confiado en recibir la libertad condicional humanitaria para pedir asilo, como cualquier otro de los 150.000 venezolanos que ingresaron a territorio estadounidense a través de la frontera con México durante el último año fiscal, un incremento de 293% con respecto al año anterior.
Sin embargo, la noche del miércoles 12 de octubre de 2022, horas antes de que Pedro llegara al extremo norte del Tapón del Darién en Panamá, el Departamento de Seguridad Nacional estadounidense anunció que los venezolanos serían devueltos a México si intentaban cruzar la frontera sur.
Pedro se enteró a través de otros venezolanos que hacían fila en los campamentos de Naciones Unidas y Médicos Sin Fronteras en la Estación de Recepción Migratoria de San Vicente, el lugar a donde llegan los migrantes que logran superar el pantano, los ríos, los asaltos y la fatiga, en su travesía por el Darién.
La Procuraduría General de Colombia advirtió a principios de este mes que alrededor de 3.000 personas se internan cada día en aquella selva de más de 575.000 hectáreas, que actúa como una barrera natural entre América Central y Sudamérica, sin caminos que delimiten el recorrido entre Panamá y Colombia.
Aunque estaba intrigado por la noticia, Pedro no encontró fuerzas para preguntar detalles a los desconocidos. Tenía las piernas y los pies inflamados, síntomas comunes para cualquier persona que, como él, había caminado durante 10 días con un bolso de 25 kilos a cuestas.
La diferencia, en su caso, es la cadera. Para resumir el diagnóstico que le dieron de niño, asegura que su cadera es plana. Si tuviera la misma curvatura que la mayoría de las personas, no se vería obligado a caminar con los pies hacia fuera para compensar las desviaciones del fémur.
En la charla que transcurría frente a él comentaron que los venezolanos podrían llegar a Estados Unidos legalmente por avión, en referencia a un nuevo programa que beneficiará a 24.000 venezolanos que tengan un patrocinador en Estados Unidos capaz de brindarles “apoyo financiero y de otro tipo”, y que se ha aplicado con los desplazados por la guerra en Ucrania.
Pedro supuso que aquella fórmula podía funcionar para él. Su hermano había emigrado a Estados Unidos siete años antes y tenía un empleo estable en Google. Seguramente podría apoyarlo en su proceso.
“Acabo de cruzar el Darién y encontraré la forma de pasar a Estados Unidos”, dijo a BBC Mundo vía telefónica horas después de llegar a San Vicente, mientras esperaba que un doctor examinara sus pies.
“Siempre habrá una forma de pasar. Lo peor ya lo viví”, dijo pese que con la nueva normativa lo enviará de regreso a México.
Pedro dice que huyó de su casa por primera vez en marzo de 2021, cuando soldados del Ejército venezolano se enfrentaron contra un grupo disidente de las guerrillas de las FARC en La Victoria, un pueblo agrícola y ganadero en el estado Apure, al suroeste de Venezuela.
Cuando escuchó el rumor de que se aproximaban tanques militares, Pedro decidió cruzar el río Arauca junto con su padre para refugiarse en un albergue en la provincia colombiana de Arauquita. En vista de que eran dos hombres solos que vivían en una casa apartada, supuso que podían convertirse en “falsos positivos”: civiles asesinados por el Ejército como si fuesen actores beligerantes en el conflicto.
Pedro y su padre se alojaron durante un mes en un refugio llamado El Gabo, en honor al escritor colombiano Gabriel García Márquez. Cuando regresaron a La Victoria, descubrieron que su casa había sido saqueada.
Le robaron su computadora, los insumos con los que criaba pollos que vendía en Colombia y las herramientas que usaba para reparar teléfonos y aparatos electrodomésticos de otros habitantes del pueblo. A sus vecinos les ocurrió lo mismo. Al menos 16 campesinos que conocía de toda la vida habían sido asesinados.
Durante más de un año intentó recuperarse económicamente de aquella pérdida. Ayudaba a los propietarios de fincas cercanas a ordeñar las vacas y sembrar la tierra, pero lo que ganaba no era suficiente para comprar los medicamentos de su padre para una neuropatía y los dolores de una hernia inguinal y otra en el cuello.
Un primo le propuso cruzar juntos el Darién para ir a Estados Unidos. Suponía que aquella selva se parecía a los montes donde trabajaban en los llanos de Apure. La vuelta les saldría barata porque no tenían esposas ni hijos.
Pedro juntó US$500 y decidió marcharse con su primo y dos amigos. Cuando se despidió de su padre, le prometió que él y su hermano lo sacarían muy pronto de La Victoria. En avión, para que las hernias no lo molestaran.
Pedro y sus compañeros viajaron en autobús desde La Victoria hasta San Cristóbal, en el oeste de Venezuela, y luego hasta las ciudades colombianas de Cúcuta, Medellín y Necoclí, el municipio donde se abordan las lanchas hasta Capurganá, la entrada hacia la selva del Darién.
Cada uno pagó US$200 para abordar una lancha que los llevaría al primer campamento indígena. Pedro había guardado su teléfono y otras pertenencias valiosas dentro de una bolsa de plástico sellada, para preservarlas del agua si el bolso se mojaba. El dinero lo llevaba “pegado al cuerpo”, para evitar que le quitaran el efectivo si intentaban asaltarlo.
Diez minutos después de iniciar el recorrido, de noche para que no los detectara ninguna patrulla oficial, el agua comenzó a penetrar la embarcación hasta que se hundió. Mientras otras personas que no sabían nadar se aferraron a las partes de la lancha que quedaban a flote, Pedro recuperó la mochila en la que llevaba comida enlatada, galletas, una carpa, y el teléfono móvil que se había mojado.
Otra lancha los rescató y aquel grupo de 21 personas tuvo que retrasar su recorrido un día para que los coyotes que habían organizado el primer tramo compraran las botas y los alimentos que debían reponer tras el hundimiento.
“Para ellos, los migrantes somos un negocio”, dijo Pedro al contar su travesía por la selva. Pagó US$50 por cada noche en un campamento indígena. “A veces nos servían comida sin decirnos que tendríamos que pagarla aparte aunque no la hubiésemos pedido. Eran raciones para un niño de 5 años”.
Se alegró de haber empacado unas botas de cuero con trenzas. Cuando los compañeros que llevaban botas de goma intentaban sacar los pies del lodo, el barro era tan pesado que se quedaban atrapadas. A muchos no les quedó más remedio que cruzar descalzos los pantanos.
El paisaje del Darién no se parecía a los llanos de Apure. Pedro hubiese querido que alguien le advirtiera que algunos tramos de la montaña La Llorona eran tan empinados que solo podían remontarse sujetándose de las raíces de los árboles.
Una vez que superaron La Llorona, Pedro y sus compañeros fueron abandonados por los coyotes. Los próximos territorios eran dominio de otra tribu. De allí en adelante debían buscar las márgenes del Río Grande y seguir las bolsas azules que los indígenas y otros migrantes dejan en el camino para facilitar la orientación de los que vienen detrás.
“Tienes que buscar rastros de personas en la selva. Huellas de pisadas, bolsas azules, restos de carpas. Si encuentras eso, vas por buen camino. Pero si solo ves monte y lodo, estás perdido”.
En el camino se toparon con indígenas vestidos de militares y armados con fusiles. En uno de los campamentos conoció a un coyote que le ofreció sus servicios como guía. El hombre le preguntó si habían visto algún cuerpo a lo largo del camino. Pedro negó con la cabeza.
El coyote dijo que encontraba uno o dos cuerpos a la semana por la selva. Había visto morir a varios migrantes de la misma forma: primero, sudaban mucho, luego se desmayaban. “Ahí uno sabe que les va a dar un ataque al corazón”.
Cuando moría un migrante o se topaba con un cuerpo, el coyote dejaba una marca, por si aparecía algún familiar que quisiera retirarlo. Para hacer ese trabajo, el hombre cobraba US$4500: US$1600 para él, y lo demás para las personas que lo ayudarían a trasladar los restos fuera de la selva.
Cuando se enteró del bloqueo de la frontera de Estados Unidos, Pedro decidió comprar un celular en San Vicente para comunicarse con su hermano.
Apenas supo la noticia, su hermano llamó a un abogado para evaluar si Pedro puede aplicar al programa de entrada a Estados Unidos con un patrocinador, aunque una de las reglas para postularse dice que el migrante no puede haber entrado ilegalmente a México ni a Panamá.
“Llegue hasta México, que como sea yo lo cruzo”, dijo el hermano de Pedro. “Ya veremos si es por avión o por tierra, pero yo lo cruzo”.
Pedro tiene US$200, suficiente para llegar a México. Por el momento, se quedará en San Vicente para esperar la llamada de su hermano y definir cuál será el próximo paso a seguir para llegar a Estados Unidos.
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