Aunque no le guste la idea, el sargento “Casper”, de las unidades de voluntarios ucranianos, está listo par hacer explotar el último puente que queda en pie en el camino a Kiev, ante la progresión de las fuerzas rusas.
Sus compañeros echaron abajo el resto de puentes del flanco oeste de la capital ucraniana, en un intento desesperado de frenar la progresión de los blindados rusos.
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El único que queda en pie se eleva sobre un río de la ciudad de Bilogorodka, a 25 kilómetros al oeste de Kiev, una zona con muchas residencias de verano convertida en un campo de batalla.
Si Casper recibe la orden, la ciudad de Kiev se quedará aislada de los territorios del oeste. “Haremos todo lo posible para mantenerlo en pie”, dijo el domingo este exparacaidista a la AFP.
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Pero los combates cada vez están más cerca y la moral de los ucranianos en las barricadas está bajando, y a la infantería rusa se le unió ahora la fuerza aérea, que bombardea las ciudades y pueblos de los alrededores.
La marea humana de refugiados parece no tener fin, y en las raras horas de silencio entre combates, los soldados ucranianos solo piensan en que los rusos se están preparando para un ataque más violento.
Casper observa el dron ucraniano de vigilancia que sobrevuela con su zumbido la línea del frente. Reconoce que la orden de destruir el último puente hacia Kiev puede llegar pronto.
“Si nos llega la orden desde arriba, o si vemos que los rusos avanzan, lo volaremos (...) con el mayor número posible de blindados enemigos encima”.
Prepararse a la guerrilla
El perímetro de la capital ucraniana cada vez es más estrecho y las calles, desiertas, se han vuelto peligrosas.
Las fuerzas rusas se sitúan a 50 kilómetros de la capital por la orilla este del río Dnipro, que atraviesa Kiev, pero su ribera oeste ofrece un acceso más rápido al centro de la ciudad y al barrio donde se encuentran los edificios gubernamentales.
Algunos de los habitantes de la capital, de aspecto desafiante pero cada vez más alicaídos, se preparan para la guerra de guerrillas.
Oleksandr Fedshenko, de 38 años, ha convertido su taller mecánico en un centro clandestino de fabricación de armamento para las unidades de voluntarios ucranianas.
“Cuando empezó la guerra, todo cambió”, explica.
“Descubrimos que algunos mecánicos sabían fabricar armas. Otros saben hacer cócteles Molotov. Así que hacemos todo lo que podemos”, apunta.
Armas clandestinas
Todos los empleados del taller de Fedshenko visten ahora uniformes verde oliva como las unidades de voluntarios.
Un mecánico de 28 años, recientemente alistado a estas unidades, y que se hace llamar “Cross”, está soldando una ametralladora de gran calibre que los soldados ucranianos recuperaron de un blindado ruso.
Está intentando convertirla en arma portátil, para que pueda usarla incluso un voluntario sin entrenamiento militar.
“Seguramente no dispare muy recto, pero es mejor que nada”, afirma.
“No hay mucha gente que sepa que hacemos esto, no debe ser muy legal”, explica, “pero en una guerra, lo legal no importa, solo importa la defensa del país”.
“Puede ser nuestro último día”
La voz de Fedshenko se quiebra, y sus ojos se encharcan cuando recuerda el 24 de febrero, el día del inicio del ataque ruso.
“Me sentía impotente. Si me dan un Kalashnikov no aguantaría vivo ni diez minutos. Pero necesitaba hacer algo”, dice.
Su fábrica de armas clandestina podría ser ahora un objetivo de los bombardeos rusos. Situada en una carretera en el extremo oeste de Kiev, está rodeada de ruinas de naves industriales destruidas.
“Todos sabemos que podrían atacarnos en cualquier momento”, admite Fedshenko. “Todos sabemos que puede ser nuestro último día con vida. Pero seguimos viniendo”, añade.
Una jubilada, Ganna Galnychenko, de 64 años, también se emociona cuando habla. Tuvo que atravesar sola una zona de nadie, en medio del campo, entre el puente que vigila Casper y los pueblos controlados por los rusos.
“No sé dónde están mis hijos”, dice con voz trémula. “No consigo comunicarme con ellos por teléfono”.
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