Inna y Dasha Pavlush salen del infierno. Han pasado dos meses sin ver la luz del sol, refugiadas en los túneles y búnkeres de la planta metalúrgica Azovstal, para escapar de los constantes ataques de las fuerzas rusas contra la devastada ciudad de Mariupol. Madre e hija, pálidas y nerviosas, han logrado llegar este martes a la ciudad de Zaporiyia, a territorio controlado por las fuerzas ucranias. Viajaron a bordo de un convoy con un centenar de personas evacuadas desde la planta, el último reducto de resistencia en la ciudad del mar de Azov casi reducida a escombros y ya tomada por las tropas rusas. “Es una catástrofe, no sé qué va a pasar con la gente que todavía no ha logrado salir”, se lamenta Inna, de 43 años.
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La situación en la acería, dicen quienes han logrado huir, es desesperada. Hay heridos entre los militares ucranios que permanecen en la metalúrgica, donde se hicieron fuertes hace semanas, falta comida y suministros; también, medicinas, explica Inna. La pensionista Olga Salvina, que pasó dos meses y medio refugiada en uno de los búnkeres de la planta, relata que los bombardeos contra Azovstal han sido constantes. “Nos atacaban por todos los lados”, se lamenta tras bajar de un autobús de línea blanco a su llegada al complejo de acogida en Zaporiyia, donde el grupo fue recibido por la viceprimera ministra Iryna Vereshchuk, personal de asistencia sanitaria y policía, en medio de un enjambre de periodistas.
El asedio sobre Azovstal, el último reducto de resistencia ucrania de Mariupol, se reanudó casi en el momento en que las personas evacuadas salieron de la planta el domingo. Este martes, el Ejército del Kremlin ha lanzado además un poderoso ataque contra la acería con artillería y aviones, según el Ministerio de Defensa ruso. Las fuerzas ucranias que quedan en la planta junto a unos 200 civiles, según cálculos de Ayuntamiento, han asegurado que dos personas sin afiliación militar han muerto y diez han resultado heridas en la ofensiva del Kremlin del martes.
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La evacuación de la metalúrgica, en su mayoría de mujeres y niñas —algunas, trabajadoras y familiares de trabajadores de la metalúrgica—, ha sido compleja hasta llegar al enorme centro comercial habilitado como punto de recepción de desplazados de los territorios del sureste del país bajo asedio y ocupación rusa. El viaje, explica Nadezhda, de 18 años, que en situaciones normales no habría llevado más de cuatro horas, ha durado casi tres días, atravesando los puntos de control rusos en territorios ocupados, en los que los militares registraban los autobuses blancos y a las personas evacuadas, les obligaban a bajar, estudiaban su documentación y sus huellas y a veces les sometían a interrogatorios. A las supervivientes de la odisea de Azovstal se les han unido por el camino evacuados de otras ciudades bajo ataque.
Nadezhda llegó el 2 de marzo a la planta de Azovstal. “Fui porque era el sitio más seguro que conocía en la ciudad y tenía refugio”, cuenta la joven, de larguísimos cabellos trigueños, que explica que cuando empezó la guerra estaba sola en Mariupol. En Azovstal compartió la vida con otras personas que se acurrucaban en los túneles y búnkeres. Varios grupos separados que conformaron pequeñas sociedades que se organizaban para comer y limpiar. No había luz, salvo por un generador que suministraba algo de energía. “Mariupol estaba rodeado y el asedio se estaba acercando a la planta. Hemos estado allí atrapados bajo las bombas dos meses, sin poder salir porque los ataques eran constantes”, explica. “Cuando pusimos un pie fuera por primera vez llevábamos tanto tiempo en la oscuridad que el sol nos cegó”, abunda la joven estudiante de Filología Ucrania, que planea unirse ahora a su tía en Alemania. O alistarse en el Ejército.
La vida en Azovstal ha sido dura, reconoce Dasha Pavlush. En la planta había un grupo de niños, cuenta la joven. En su grupo, en su búnker, el más pequeño tenía solo año y medio. “Pasábamos el día jugando al escondite, haciendo juguetes de papel”, relata. Está asustada. Su padre, empleado en la siderúrgica, sigue dentro. “Ahora solo quiero salir de todo este infierno, lavarme el cabello, tomar una ducha”, dice la joven con una tímida sonrisa. “Ha sido muy difícil y tenemos aún que procesarlo. No teníamos nada, ni comida y estábamos demasiado asustados para salir a por ella, pero el Ejército nos traía alimentos. Nos ha ayudado a sobrevivir allí”, apunta Inna.
La operación de rescatar al primer grupo de civiles de Azovstal, que se refugiaban en distintas partes de la fábrica, se ha logrado tras un buen número de intentos fallidos y solo después de que la ONU y Cruz Roja Internacional lideraran el acuerdo para evacuar los búnkeres de la acería, que ha estado bajo los bombardeos sostenidos del Ejército de Vladímir Putin, que aspira a derribar la resistencia de esa zona industrial y reclamar así el control total de la ciudad en el puerto del mar de Azov. Mariupol es simbólica para el Kremlin, que no logró doblegarla en 2014, en los inicios de la guerra del Donbás. En ese conflicto, Moscú se apoyó en los separatistas prorrusos a través de los que ahora controla parte de las regiones de Donetsk y Lugansk. El dominio total de Mariupol y la acería es el último punto que le falta a Rusia para consolidar el corredor de territorio invadido para unir la península ucrania de Crimea —anexionada ilegalmente en 2014— con el Donbás.
Con rostros expectantes y consumidos, las mujeres evacuadas de Azovstal han brotado de los autobuses hasta una gran carpa blanca en la que personas voluntarias, personal de la ONU y organizaciones como Medicos Sin Fronteras, les ha brindado una primera asistencia, una comida caliente e incluso ropa y juguetes. Lo han dejado casi todo en Mariupol. Ahora, después del terror, toca buscar una vida en un país en guerra, que lucha por asumir el goteo de desplazados de las zonas bajo ocupación rusa, mientras combate a las fuerzas del Kremlin en duras batallas en el Este y el Sur del país.
Alina Tsibulenko, trabajadora de la acería, explica cómo los refugiados en la planta han tenido que subsistir básicamente a base de pasta, pan, gachas, y a veces, carne enlatada. “No pueden imaginar las condiciones en las que hemos vivido”, se lamentaba temblorosa. La situación empeoró el 7 de abril cuando los ataque rusos contra Azovstal se intensificaron: “Las bombas sacudían los cimientos de búnker”. Abrigada con una chaqueta roja pese al día soleado, Valentina Sitnikova cuenta que pensaba que nadie se acordaría de los refugiados en la planta, unas 17 familias. “No pensábamos que nadie supiese que estábamos allí”, aseguró la mujer, de 70 años, que ha permanecido dos meses en los túneles de Azovstal junto a su hijo y su nieta de diez años. Sitnikova le prometió a la niña que saldrían fuera como fuese. Y así ha sido, dice con una sonrisa triste.
Con la ciudad de Mariupol cercada, constantemente bombardeada y sin agua, sin suministros de gas ni electricidad y una enorme carencia de alimentos, varios cientos de civiles se había refugiado junto a militares ucranios en las instalaciones de Azovstal. La acería de la era soviética, fundada en la época de Stalin, cuenta con un laberinto de túneles y búnkeres para resistir a los ataques. El complejo industrial en el sureste de la ciudad, cerca del puerto, es como una ciudad que se extiende por 11 kilómetros cuadrados en una intrincada red de naves, vías de tren y túneles subterráneos. Quienes quedan en la planta metalúrgica, ha dicho el alcalde de Mariupol, Vadym Boychenko, están “al límite de la vida y la muerte”. Hay personas heridas y enfermas, ha señalado. “Están esperando, rezando por un rescate”, comentó en una publicación online.
La de este martes es la primera evacuación de la acería y una de las últimas esperanzas para las personas que llevan atrapadas semanas en la oscuridad de los túneles de la planta. El presidente ucranio, Volodymyr Zelensky, ha declarado que el Gobierno sigue trabajando con Naciones Unidas para sacar a otras personas civiles de Azovstal. Su jefe de Gabinete, Andriy Yermak, ha sugerido, además, que las evacuaciones podrían ir más allá que los civiles refugiados en la siderúrgica. “Es solo el primer paso. Seguiremos sacando a nuestros civiles y tropas de Mariupol”, dijo en su canal de Telegram.
No hay información concreta de cuántas personas permanecen en la fábrica, donde se refugian y se hicieron fuertes también soldados ucranios, entre ellos, miembros del batallón Azov, una organización ahora parte de la Guardia Nacional Ucrania fundada en 2014 —en la guerra del Donbás entre las tropas de Kiev y los separatistas prorrusos apoyados por el Kremlin— con vínculos con la extrema derecha. Con el paso del tiempo, el batallón, uno de los focos en los que se ha centrado la retórica del Kremlin en una guerra que ha definido como una “operación militar” para “desnazificar” Ucrania —un país liderado por un presidente judío—, fue perdiendo a sus fundadores y se convirtió en un grupo de fuerzas especiales, que tiene su sede más simbólica en Mariupol.
En la devastada ciudad portuaria, símbolo de los ataques del Kremlin contra la población civil, donde aún quedan algunos edificios enteros, permanecen alrededor de 100.000 personas de las 450.000 que la una vez próspera urbe acogió, según estimaciones de las autoridades locales. Desde allí siguen llegando a Zaporiyia —convertida en un centro de recepción de quienes huye de horror de la ciudad y de otras localidades ahora bajo las bombas o bajo control de Rusia— pequeños grupos de coches, llenos hasta los topes, muchas veces con las ventanas reventadas por el duro trayecto o por el fuego de la metralla.
Sus relatos sobre la ciudad se repiten. “Mariupol ya no existe, al menos la Mariupol que conocimos”, se lamenta Mariana Kaplum, una economista de 44 años que logró llegar a una carpa de atención a desplazados de Zaporiyia junto a su marido, sus dos hijos pequeños y sus padres. Kaplum y su familia llevaban refugiados de las bombas desde mediados de abril en su casa de campo a las afueras de la ciudad. “Ahora allí no bombardean, la ciudad está más o menos tranquila. Pero atacan Azovstal con aviones”, explica en el parking del centro de recepción, mientras Lev, su hijo de cinco años, corretea nervioso.
Por MARÍA R. SAHUQUILLO, Zaporiyia
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