"Lima no es la misma tras cada retorno". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Lima no es la misma tras cada retorno". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Hugo Neira

Acabo de regresar. En los últimos años alterno mi vida peruana con períodos en los que salgo al mundo externo. Muchos escritores, sobre todo los novelistas, han hablado del exilio voluntario. Alfredo Bryce Echenique lo usa mucho en “Permiso para vivir”. Pero una profesora de literatura en La Sorbona, Sonia V. Rose, no lo acepta. Y tiene razón. Exilio cuando Ciro Alegría, por aprista, tuvo que partir. Y L.A. Sánchez. Lo que nos pasa, Alfredo –lo digo con respeto y simpatía–, es otra cosa. Es la necesidad de la errancia. El que no está tal vez ve cosas. Lo que Ortega y Gasset llamaba “los melancólicos privilegios del ausente”. Algunos novelistas ven y escriben fuera. Pero hay otra forma de decirlo que en el relato literario, la crónica local.

Lima no es la misma tras cada retorno. Acabando de llegar me apresuro a ir a una librería. Necesito ciertos libros peruanos que solo acá se encuentran. Y como en Lima yo no conduzco un auto porque no quiero, llamo a una de esas empresas que te ponen el taxi en la puerta en minutos. En efecto, viene el taxista. Y, conversando, me comienza a contar lo que pasa en las comunidades selváticas. Lamenté no tener una grabadora. La tala, la deforestación, los cocaleros invadiendo la selva virgen. Y le pregunto cómo sabe todo eso, y me enseña en su celular a su hijo, un ambientalista. El chofer teme por su vida. Me trota en la cabeza lo que me dice al despedirse: “La selva, señor, la toman por asalto”. Sí, pues, filosofar no es sino ver el mundo y razonar.

En la librería me esperaban con un libro de filosofía que no tiene nada que ver con mis clases. Desde 1983, leo a Peter Sloterdijk desde “Crítica de la razón cínica”, según Jacobo Siruela, su editor español, el más vendido en Alemania desde “La decadencia de Occidente”, de Spengler. Sloterdijk no respeta los géneros ni las fronteras de las disciplinas. No escribe para colegas sino para el gran público. Dice que lo que llamamos civilización no es sino que nos han amaestrado como un ganado. “Las culturas, la mayoría de las veces, unidades de supervivencia cerradas, los individuos como en cercos artificiales”. Además estamos en la era del Antropoceno, mandan los humanos, pero con el sistema actual de consumo, vamos de frente a la debacle mundial.

El segundo taxista, al volver a casa, tuvo un efecto todavía más apocalíptico. La conversación se inicia al evitar atropellar a un perro callejero. El chofer, más joven que el anterior, me cuenta que tuvo un perro chusco pero su mujer no lo soportaba. Se puso a hablar de sus hijas. Tiene tres, todavía muy jóvenes. Y hablando de drogas me dice que hay algo todavía peor. Le pregunto qué puede ser. Y su respuesta es la pornografía. Por Internet, “el que menos, ve porno. ¡Y qué porno! Sexo con menores, con cadáveres, con animales, de todo”. “Luego se acostumbran y ya no tienen sexo con mujeres”. Me cuenta todo eso, muy tranquilo. “En los colegios fuman marihuana y ven con sus celulares los pornos que les da la gana”. Internet pudre al mundo.

En suma, selva amazónica, culto masivo al padre Onan en Lima, tanto de muchachos a viejos, capítulos de Sloterdijk que se escaparon de su trilogía de Esferas. Dice, en cambio, que nadie está solo, “convivimos con piedras, plantas, animales, armas, dioses, jefes de Estado”. Y con choferes que conversan como si hubiesen pasado por la Hochschule für Gestaltung de Múnich.