Esta semana, con la firma de congresistas de Avanza País, Renovación Popular y Fuerza Popular, se presentó una moción de vacancia contra el presidente Pedro Castillo. Es la quinta que se formula en los últimos cuatro años (los exmandatarios Pedro Pablo Kuczynski y Martín Vizcarra pasaron por el mismo trance, cada uno, en dos ocasiones). Todas, además, apelando a la causal de una presunta “permanente incapacidad moral” por parte de quien ostenta la jefatura del Estado. Tal parece que, aunque cambien los actores, los peruanos estamos viendo la misma película desde el 2016. Como para volver a leer a William Faulkner y aquella frase suya de que “el pasado nunca muere, ni siquiera es pasado”.
Según el documento presentado el jueves, serían siete los hechos que sustentarían la destitución del mandatario. Sobre todos ellos nos hemos referido en esta página. Todos, además, son responsabilidad estricta del jefe del Estado, de sus acciones e indecisiones, sobre las que no cabe alegar un ardid pergeñado por la oposición o por otros actores. Como dijimos hace unos días, si el Gobierno está entrando en una situación insostenible, es por sus propios medios y por los de nadie más.
Se recuerdan, por ejemplo, las pesquisas que viene realizando la fiscalía respecto del presunto financiamiento ilícito de la campaña que catapultó a Castillo a la presidencia. Parte de los fondos, según la tesis fiscal, habría provenido de actos de corrupción gestados al interior del Gobierno Regional de Junín durante la administración de Perú Libre. La investigación incluye desde octubre a la vicepresidenta Dina Boluarte y, aunque es preciso señalar que está en desarrollo, los indicios que se conocen hasta ahora empiezan a componer un cuadro muy preocupante sobre los recursos que soportaron la candidatura del hoy mandatario.
Se señala, también, que el presidente habría “permitido el acceso al poder de quienes tienen o han tenido vínculos estrechos con grupos terroristas”. Particularmente, con las designaciones de Guido Bellido en la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM) e Iber Maraví en el Ministerio de Trabajo. El primero, como sabemos, no solo viene siendo investigado por terrorismo y apología del terrorismo en el Ministerio Público, sino que ha exhibido públicamente “su homenaje” a criminales como Edith Lagos y su afinidad con la peor gavilla de asesinos que ha conocido este país. El segundo, por su parte, no solo aparece en atestados policiales por atentados de Sendero Luminoso en Ayacucho en la década de los 80, sino que fue reconocido por dos de sus integrantes como uno de sus compañeros de lucha. Haber llevado a ambos a la cabeza del mismo Estado al que los terroristas quisieron dinamitar, y haberlos blindado cuando su continuidad era insostenible, es una afrenta de aúpa al país.
Se menciona, asimismo, lo que a todas luces parece bosquejar el rol de un secretario general como Bruno Pacheco, que habría patrocinado intereses particulares a cambio de sobornos pagados en dólares utilizando su cercanía al mandatario, en un asunto sobre el que este último ha guardado un alarmante silencio, y que inclusive ha seguido visitando Palacio a pesar de haber sido cesado de su cargo.
Sobre estos y otros puntos, el mandatario no ha dado una explicación al respecto. Ni siquiera se ha esforzado por ensayar alguna, ignorando que está obligado a rendirle cuentas a los ciudadanos a través de los medios de comunicación, a los que, por el contrario, ha maltratado al deslizar la idea de que las críticas hacia su administración se deben a su renuencia a asignarles publicidad estatal.
El presidente, en efecto, le debe explicaciones al país por los hechos aquí reseñados –y varios más–, pero utilizar una vacancia como una interpelación (esto es, para forzarlo a responder) equivale a desnaturalizar el sentido para el que fue diseñado esta institución en nuestro ordenamiento jurídico.
Dicho lo anterior, sin embargo, es importante recalcar que es el propio Castillo, con sus silencios, el principal responsable de que hayamos llegado a esta situación. Y que, como ciudadanos de una democracia, no podemos normalizar que una autoridad sobre la que se ciernen tantos cuestionamientos haga de su vocación por la opacidad un estilo de gobierno.