Con Cruz suman cinco los migrantes hondureños muertos desde que salió la primera caravana, tres de ellos en octubre. | Foto: EFE / Referencial
Con Cruz suman cinco los migrantes hondureños muertos desde que salió la primera caravana, tres de ellos en octubre. | Foto: EFE / Referencial
Elda Cantú

A los niños de mi familia nos decían que debíamos aprender a portarnos bien para que, en caso de quedarnos huérfanos (¡qué idea terrorífica!), ningún pariente o amigo de mis padres tuviera problema en adoptarnos. Nuestro buen comportamiento aseguraría que “cupiéramos juntos en cualquier casa”. Obligados a abandonar nuestro hogar por aquella improbable e imaginaria tragedia, seríamos bien recibidos en cualquier lugar al que fuéramos. Así, mis hermanos y yo aprendimos a ser obedientes, a estar en silencio, a no hacer pataletas, a tender la cama, levantar los platos después de comer todas las verduras, a no pedir juguetes ni golosinas, a lavarnos las manos si estaban sucias y a decir siempre “por favor” y “gracias”, palabras mágicas que abrían todas las puertas. Todo como una suerte de antídoto para prevenir mayores desgracias en caso de orfandad.

En el Perú aprendí que migrar es también una suerte de orfandad. Fue aquí, durante una extensa y emocionante conversación, que una inmigrante japonesa me regaló una de las mejores definiciones para esta condición que los periodistas y académicos solemos discutir en términos de olas, fenómenos, políticas, incentivos y restricciones. Una de las primeras cosas que me dijo Kiyoko Yasuda cuando la conocí fue: “Yo también sé cómo es vivir en un lugar donde nadie sabe quién es tu papá”. Kyoko llegó al Perú procedente de Japón en 1975 y ya entonces supo que su estancia sería para siempre.

Esa existencia en una suerte de gravedad cero, esa falta de referencias familiares es otra forma de interpretar la migración. Lejos de su lugar de origen, los migrantes somos también un poco huérfanos. Y, como a los potenciales huérfanos de mi niñez, también a los migrantes les pedimos que estén bien portaditos y no se les ocurra hacer pataletas.

Jason R. D’Cruz es profesor de Filosofía en la Universidad de Albany y ha explorado las distintas expectativas de comportamiento que recaen sobre los refugiados, ese subconjunto particularmente vulnerable entre los migrantes, y se ha preguntado por qué a los refugiados les exigimos que respeten las leyes como una forma de gratitud. No como un acuerdo en pro de la buena convivencia, como es el caso para el resto de los miembros de la sociedad, sino como una especie de cuenta perennemente impaga por haber sido recibidos. “A uno podría preocuparle que la gratitud aparezca como una norma moral tiránica cuando requiere que el beneficiario obedezca las órdenes del benefactor”, escribe D’Cruz.

En un artículo del 2015, el columnista de “The New York Times” David Brooks explicaba que la gratitud surge cuando nuestras expectativas resultan superadas, cuando sentimos que hemos sido receptores de un acto de bondad que no esperábamos o que no encontramos justificado. Las personas más privilegiadas suelen tener expectativas más difíciles de cumplir y, por ende, son menos proclives a expresar gratitud. Pero la esperan (o exigen) del resto. En ese sentido, quienes no han debido abandonar su país donde la gente sí sabe quiénes son sus padres podrían ser considerados privilegiados frente a aquellos que llegan huyendo porque no tenían otra opción.

En la misma columna, Brooks explica que, privilegios aparte, hay personas para quienes, a pesar de todo, no es difícil ser agradecido. “Estas personas pueden tener grandes ambiciones, pero conservan pequeñas expectativas; son personas que no dan nada por sentado. –escribe Brooks– Personas que se emocionan como un principiante cuando reciben un halago, observan una actuación ajena destacable o un nuevo día soleado. Estas personas viven el presente y son particularmente sensibles”.

Por supuesto, no puede esperarse que todos nos comportemos con ese ánimo ultrapositivo a diario, pero sí podemos aspirar a identificarnos un poco con ese espíritu de gratitud, sobre todo cuando tenemos delante a personas que, como nosotros hoy, ayer daban ciertos privilegios por sentado en sus países de origen y hoy deben buscarse la vida en un lugar donde no solo nadie sabe quién es su padre sino, lastimosamente, pareciera que no hay nadie siquiera dispuesto a preguntarlo.