Los episodios de la versión clásica de “La Dimensión Desconocida” son mejores en la memoria que en la pantalla. Las puestas en escena de las historias presentadas por Rod Serling en esa mítica serie pueden haber envejecido, pero sus argumentos tienden a permanecer en el recuerdo de quienes alguna vez la siguieron como paradigmas de lo que un buen cuento fantástico debe ser: la crónica de una sucesión de eventos perfectamente consistentes con la noción de realidad imperante en el mundo moderno, en la que de pronto se cuela un elemento disonante. Un detalle que nos obliga a revisar, aunque sea por un segundo, las certezas bajo las que funcionamos cotidianamente. Es decir, la convicción de que las fronteras entre la vida y la muerte son infranqueables, de que los sueños son desvaríos nocturnos de nuestra mente y no anuncios de lo que está por suceder o de que no existe tal cosa como una persona exactamente igual a nosotros –un doble– dando vueltas por ahí y decidida a robarnos la identidad al menor descuido. En opinión de esta pequeña columna, sin embargo, los mejores episodios de la serie fueron aquellos que cuestionaban la linealidad del tiempo. Y en particular, uno que llevaba por título: “Una especie de cronómetro”.
–Ejercicio de sarcasmo–
Hay que decir que, al ser traducido al castellano, el título de ese capítulo perdía algo de eficacia. En su versión original, en inglés, la historia se llamaba: “A kind of a stopwatch”, lo que constituía una alusión más sutil e irónica al ingrediente fantástico que esta comportaba. ‘Stopwatch’ es por cierto una de las expresiones de las que ese idioma dispone para dar nombre al cronómetro, pero no podemos ignorar que, por las palabras que la componen, sugiere también la idea de un reloj susceptible de ser detenido, y provocar así, a un nivel figurado, una interrupción en el curso del tiempo.
En apretada síntesis, el relato nos presentaba a Patrick McNulty, un charlatán que es despedido de su trabajo y que, en un bar al que acude para ahogar las penas, conoce a un extraño dispuesto a escuchar sus disparates y le invita una cerveza. En agradecimiento, el extraño le obsequia una reliquia familiar: un cronómetro que, pronto descubrirá, puede congelar el tiempo. Basta que McNulty oprima el botón que controla el aparato para que todos a su alrededor queden inmóviles y él pueda aprovecharse de la situación. Cuando ya se sentía un taimado triunfador, sin embargo, un accidente tuerce su destino. Mientras desvalija la caja fuerte de un banco, tras haber dejado a empleados y clientes petrificados, el cronómetro mágico se le escurre de las manos, cae al suelo y se estropea. El curso del tiempo queda detenido para siempre y McNulty resulta condenado a vivir, perpetuamente también, en un mundo de seres inanimados, que semeja un vasto museo de cera. Un gran efecto final, sin duda.
A estas alturas, se preguntarán ustedes a qué viene esta larga evocación de uno de los episodios de “La Dimensión Desconocida” en una columna habitualmente dedicada a las miserias de la política local. Pues bien, la respuesta es que la trama de ese episodio nos ha hecho pensar últimamente en lo que ocurre con este gobierno. Quienes sostienen sus riendas, en efecto, parecerían haber descubierto la fórmula para congelar el tiempo (y haberla compartido, dicho sea de paso, con el Congreso). En su afán por dejar todo adormecido hasta el 2026, nuestras autoridades han provocado en el país un pasmo generalizado que tiene algo de pesadilla. A su razonable resistencia a adelantar las elecciones, como demandan algunos sectores poco afectos a la letra constitucional, han venido a sumar una parálisis insólita en la que las referencias al futuro son un tópico literario. Se ofrecen cambios en el directorio de Petro-Perú, ventanillas únicas para hacer viables los proyectos mineros, revoluciones en la manera de vender boletos para entrar a Machu Picchu… Pero al final todo permanece como está. A pesar de haberse reconocido, por ejemplo, que el estado de emergencia no ha funcionado como remedio contra la criminalidad que nos agobia, se lo eterniza. Y el crecimiento económico, como los vuelos en el aeropuerto por la falta de controladores de Corpac, se retrasa exasperantemente.
En honor a la verdad, no se trata de una práctica inédita en el Estado. El Ministerio Público y el Poder Judicial han dado, hasta la saciedad, muestras de cultivar esa misma fascinación por la inmovilidad. La prisión preventiva, como se sabe, es hoy por hoy un alias de la cadena perpetua. Y ya otros gobiernos han demostrado cómo se puede hacer del hecho de definirse como “Poder Ejecutivo” un ejercicio de sarcasmo. Pero el limbo instaurado por esta administración es de otro calibre.
–McNulty en Palacio–
Como en la historia ficticia que hemos recordado, se combina aquí la charlatanería con el aparente uso de un dispositivo perversamente prodigioso. Y el que menos se sentiría tentado a pensar que, en Palacio, alguien se ha encontrado con una réplica de esa especie de cronómetro embrujado que arrastró a McNulty a la desgracia. Pero, bueno, quizás estemos apresurándonos innecesariamente y actuando como aves de mal agüero. A lo mejor, mañana despertamos y descubrimos que la señora Boluarte y su visir Otárola han puesto ya en marcha todo lo que nos tienen prometido. Quién sabe. A fin de cuentas, todo es posible en la Dimensión Desconocida.