El presidente Castillo partió ayer en su primera gira internacional dejándonos un país que da la sensación de estar en proceso de demolición. El precio del dólar continúa muy por encima de donde podría estar si es que hubiese estabilidad política. La situación de Julio Velarde en el BCR sigue siendo incierta y si hubiera que ensayar un pronóstico meteorológico sobre ella, no podría ser otro que: “empeorando al atardecer”. Las designaciones escalofriantes en altos cargos de la estructura del Estado (DINI, Indecopi, viceministerio de Transportes y Comunicaciones, etc.) no cesan. El maltrato a la prensa se ha convertido en una conducta ritual del Gobierno. Y, sobre todo, los síntomas de la sintonía del oficialismo con la peor canalla asesina que haya conocido nuestra historia están por todos lados. Porque si alguien piensa que el hecho de que Castillo haya promulgado la norma que permite la cremación del cadáver de Abimael Guzmán antes de subirse al avión constituye una toma de distancia frente al senderismo, tiene que pensar de nuevo: dejar ese asunto pendiente mientras estaba fuera del territorio nacional solo le habría traído más problemas de imagen que los que ya tiene y no habría evitado nada, pues al final, transcurridos 15 días de silencio de su parte, el Parlamento podría haber promulgado la ley por su cuenta. Firmar la autógrafa, en consecuencia, era solo admitir lo inevitable; igual que cuando tuvo que despachar a Héctor Béjar.
—El deslinde de los montes—
Lo que hay que observar para evaluar el grado de, digamos, indulgencia que existe en Palacio y en Perú Libre en general hacia el ‘pensamiento Gonzalo’ y sus cultores es, más bien, la manera en que el Ejecutivo le quitó el cuerpo en los últimos días a la posibilidad de resolver el problema a través de un decreto supremo. Y también, por supuesto, la actitud de los miembros de la bancada gobiernista cuando la iniciativa de la legisladora Gladys Echaíz finalmente se sometió a consideración del Congreso. Ellos, como se sabe, votaron en contra.
Pero hay mucho más. No hay forma de entender, por ejemplo, la designación y permanencia en el Gabinete de dos ministros como Bellido y Maraví –el primero, autor de la inmortal frase “nuestro mejor homenaje a ti, Edith Lagos”, y el segundo, figurante estelar en atestados policiales sobre atentados de Sendero en los ochentas– como no sea asumiendo que tales datos se le antojan anecdóticos (cuando no como indicios de virtud) a quien nos gobierna. Y otro tanto cabe decir sobre las visitas de los dirigentes del Movadef, el Fenate, el Funetcincences y demás organismos de fachada de la sanguinaria gavilla en cuestión a distintos locales ministeriales y hasta a la mismísima casa de Pizarro, del 28 de julio en adelante.
Resulta risible, en ese sentido, que los voceros de los grupos parlamentarios que simulan rigor frente a esta administración exijan a sus representantes perentorios deslindes frente a Sendero y el MRTA para dejar tranquilas sus conciencias. Al final, todo lo que obtienen es una especie de deslinde de los montes. Esto es, vagas condenas a lo que ocurrió durante la presunta “guerra interna” en el país y a la violencia terrorista “venga de donde venga”: dos conocidas fórmulas para aguar la sopa de las culpas de esas bandas de asesinos.
Por igual razón no cabe transar tampoco con los argumentos que se deslizan desde el oficialismo con modulaciones patrióticas del tipo “tiene que haber un punto de quiebre [y] olvidar el pasado para gobernar” o “tenemos que mirar hacia adelante, porque todos somos peruanos”. Esas son paparruchas, porque todos éramos peruanos también cuando Sendero masacró a los comuneros de Lucanamarca o puso los coches bomba en Tarata, y eso no detuvo a los autores intelectuales o a los ejecutores de esos actos de barbarie. Vamos, lo que este Gobierno tiene que hacer con el terrorismo no es deslindar, sino amputárselo.
Con esto, por si acaso, no queremos decir que el proceder de los criminales de antaño y el de los validos de este régimen sean iguales. Es claro que, de la devastación del bombazo, hemos pasado a la destrucción artesanal de nuestras instituciones… Pero, en el fondo, la idea es la misma.
—Pero regresa—
Cada día, en efecto, una nueva dependencia o entidad del Estado es puesta en manos de alguien que no cumple con las mínimas exigencias éticas o técnicas para manejarla. Cada día se alcanza una nueva marca en el descaro de presentar como héroes de una causa –con condecoración incluida– a funcionarios que probada y sistemáticamente han vejado todos los valores asociados a ella. Cada día se destruyen las bases del crecimiento económico que habíamos alcanzado con una nueva proclama sobre el referéndum para una asamblea constituyente que no podrán convocar (ayer el BCR anunció que su proyección sobre el crecimiento de la inversión privada en el 2022 es 0%). Y cada día se empuja, jalonea o insulta a un nuevo periodista que simplemente quiere preguntar sobre esos desaguisados a quien corresponde.
Es como si alguien desde la cumbre del poder hubiese dictado a sus secuaces la orden: “¡rompan todo!”, y la hubiese repetido ahora desde la escalerilla de un avión.
Porque podemos dar por descontado que las cosas van a seguir deteriorándose durante su ausencia. Y aún si así no fuera, no hay que hacerse ilusiones, porque ya vuelve.