Este Gobierno ha intentado relanzar Agrobanco –igual, siendo honestos, que todos los gobiernos recientes–. Nosotros nos hemos opuesto a esta iniciativa por varias razones. Una de ellas, naturalmente, es que se trata de una empresa estatal más en la que el Estado arriesga dinero de los contribuyentes en una función que no le es esencial y donde tiene pocas posibilidades de ser eficiente.

En el caso de los bancos estatales, sin embargo, se suman más problemas a los habituales de cualquier empresa pública. En ellos, concretamente, se hace mucho más evidente la hipocresía –presente en la mayoría de empresas estatales– de llamar “empresa” a algo que en realidad nace, más que para producir ganancias, para cautivar grupos de electores o de presión política. De hecho, dado el ritmo al que suelen prestar a deudores inviables, ofrecer tasas subsidiadas y condonar deudas, los bancos estatales son mucho más beneficencias que bancos. Y beneficencias, vale la pena precisar, no de los más pobres, sino de diferentes grupos de empresarios –pequeños y grandes– deseosos de tener como socios a todos los contribuyentes para conseguir intereses especiales o para tener “salvatajes” a lo Wall Street cuando les va mal. En una palabra, mercantilismo.

La mejor prueba de lo anterior es el mismo Agrobanco, que ya en los noventa (para no ir más atrás), bajo el nombre de Banco Agrario, tuvo que ser liquidado porque solo podía financiar el 9% de su operación con las pocas recuperaciones de créditos que hacía, proviniendo el 90% restante del fisco. El mismo banco que hoy opera con una rentabilidad que es un sexto de la del resto del sistema, teniendo una cartera cuya morosidad es más del triple que la de los bancos privados (un dato que no debe subestimarse teniendo en cuenta que el año pasado Agrobanco prestó S/.500 millones, y para fines de este año apunta a prestar S/.800 millones más). No obstante todo lo cual, desde luego, acaba de anunciar que refinanciará las deudas que tienen con él los cafetaleros de la selva central –que han visto sus cosechas afectadas por una plaga– y que comprará la que tienen con los bancos privados.

Desde luego, por lo demás, Agrobanco no es el único ejemplo a la mano en nuestra historia reciente. Ahí está también, verbigracia, el emblemático Banco de Materiales que bajo el (mucho más populista de lo que normalmente se cree) gobierno de Alberto Fujimori condonó de un plumazo el 90% de sus créditos. Proeza de generosidad con el dinero ganado por otros que luego se volvió a repetir en los dos gobiernos posteriores, llegando a perdonar deudas por S/.874 millones solo en el gobierno aprista.

¿Por qué los contribuyentes peruanos tenemos que asumir los riesgos –como las plagas– de los empresarios cafetaleros si no hemos constituido sus empresas con ellos ni recibimos parte de sus utilidades cuando les va bien? ¿Y por qué sí compartir socialmente los riesgos del negocio cafetalero y no también los del negocio pesquero, o los de las aseguradoras, o los de las soldadoras, o de los de las panificadoras, o los del rubro que fuese? No hay negocio que no tenga un “entorno” que, como en el caso de las plagas con el campo, no se le pueda volver adverso de pronto. De hecho, ya que estamos en este plan, ¿qué tal un “Prensabanco” para financiar a los medios de comunicación escritos ante la amenaza de Internet?

Lo más grave con este tipo de instituciones, sin embargo, no está en que destinan fondos públicos a servir negocios privados. Lo más grave es que, al menos en países como el nuestro, o hacen en la cara de millones de personas que continúan sin poder ver satisfechas sus necesidades más básicas. ¿O es que está bien regalar dinero del fisco a quienes tienen, por ejemplo, 5 o 6 hectáreas de tierra y un negocio exportador, cuando, pese a todos los avances, el 27% de la población continúa viviendo bajo la línea de la pobreza?

El mercantilismo, en fin, consiste siempre en un tipo de malversación: una sustracción de caudales públicos cometida por un grupo de particulares con la complicidad de funcionarios públicos. Y es, por tanto, en todos los casos, una injusticia. Una injusticia, sin embargo, que en países como el Perú requiere, para poder llevarse a cabo, de particular desvergüenza.