Este Diario ha venido apoyando –y apoya aún– la idea de una reforma que lleve al Congreso a la bicameralidad. Pero no cualquier reforma. No, ciertamente, una reforma como la que contiene el proyecto que ha producido la Comisión de Constitución que preside el congresista Omar Chehade.
Lo que nosotros auspiciamos es cambiar la estructura en la que nuestro Congreso opera hoy, poniéndole una segunda instancia al proceso de aprobación de leyes. Creemos que con ello hay varias ganancias que podría tener la democracia.
Una no menor es la que supone el someter a un segundo momento el recorrido por el que tiene que pasar un proyecto de ley para ser aprobado, dando así tiempo a la opinión pública para enterarse y posicionarse respecto del proyecto, y aumentando de esta forma sus posibilidades de influir en el resultado final. Así fue, no lo olvidemos, como se detuvo en el Senado, a finales de los ochenta, el descabellado proyecto de estatización de la banca que la Cámara de Diputados había aprobado en el mismo día en el que lo comenzó a considerar.
Otra significativa ganancia es la que implica dividir el poder del Legislativo en dos grupos diferentes que, en tanto que tendrían que ser elegidos por tipos de circunscripciones también desiguales, no responderían normalmente a los mismos intereses. De esta forma se hace más difícil la captura del Poder Legislativo por parte de lobbies privados o –como también hemos visto suceder– del Ejecutivo.
Pero nada de esto requería hacer lo que ha hecho la Comisión de Constitución. Cambiar la estructura del Congreso no supone aumentar su tamaño (de 130 a 190 congresistas). Con los 130 congresistas que hoy establece la Constitución puede perfectamente hacerse un Senado (de 30 personas, por ejemplo) y una Cámara de Diputados (de 100 miembros, en el mismo ejemplo).
Aumentar el tamaño del Congreso, de hecho, es un acto de provocación habida cuenta de que supone multiplicar lo que actualmente cuestan los congresistas a la ciudadanía, y del altísimo porcentaje de rechazo que aquellos tienen en esta última. El Congreso debe empezar a ser otro, antes de poder exigir más.
Por otra parte, tampoco era necesario plantear la figura de la senaduría vitalicia para los ex presidentes. O, mejor dicho, también era una provocación plantear esta figura, considerando las muchas interrogantes susceptibles de investigación que pesan sobre nuestros anteriores mandatarios.
Por lo demás, la reforma de la bicameralidad no debe ir sola ni, ciertamente, primero. Hay al menos dos otras reformas que tendrían que precederla –o, en todo caso, darse en paralelo– para que podamos esperar que ella haga una diferencia: la del voto voluntario y la de las circunscripciones electorales. Hacer la ingeniería de los órganos de representación antes de generar los instrumentos para que esta representación se sustente en un vínculo de real elección y control por parte de los representados es poner la carreta delante del caballo.
Sobre la reforma del voto voluntario ya hemos ahondado en un editorial esta misma semana. Baste acá repetir que el voto voluntario acostumbra ser el que está incentivado para informarse mejor sobre sus opciones y para seguirle luego más de cerca la pista a sus elegidos.
El tema del cambio de las jurisdicciones, por otro lado, también es parte de una campaña que venimos sosteniendo desde hace bastante tiempo ya. La idea esencial es que mientras elijamos en enormes circunscripciones a también muy grandes grupos de representantes entre inverosímiles números de candidatos (en la última elección congresal 26 circunscripciones eligieron entre 1.518 candidatos), no solo será irreal que esperemos que nuestros electores se informen con algún grado de seriedad como para poder conocer y comparar sus opciones. Será también inviable que sientan luego a sus representantes efectivamente suyos, como para supervisar lo que hacen y exigirles cuentas. Después de todo, visto desde el lado del representante, si uno es, por ejemplo, parte de los 36 congresistas que tienen en común los seis millones de electores limeños, uno tiene pocos incentivos para tener que escuchar con interés a cualquier grupo de ellos que no sea excepcionalmente grande.
Tenemos que cambiar nuestras actuales grandes circunscripciones plurinominales (donde se elige a varios representantes por circunscripción) por circunscripciones pequeñas y uninominales (en las que se elige a un solo representante por circunscripción), manteniendo solo circunscripciones más grandes para el caso del Senado.
En conclusión: bicameralidad, sí, pero no sola y no así.