Hace unos días el gobierno informó que la Empresa Nacional de Puertos (Enapu) formaría parte de la adjudicación del Terminal Portuario General San Martín bajo la modalidad de asociación en participación. En pocas palabras, el concesionario se verá forzado a asociarse y repartir sus utilidades con la empresa estatal y no podrá elegir libremente si ello le conviene o no al negocio.

Vale la pena recordar un detalle sobre Enapu: se trata de un desastre disfrazado de empresa. Para muestra varios botones. Luego de décadas de monopolio estatal de los puertos y hasta antes de la concesión del puerto de Matarani y del Muelle Sur del Callao, el Perú ocupaba el penúltimo puesto en el mundo en calidad de infraestructura portuaria, según el World Competitiveness Report. Esto no tenía por qué extrañar a nadie, pues mientras que con la gestión privada del Muelle Sur un barco es atendido en 12 horas, con Enapu se le atendía en cuatro días en promedio. El terrible manejo de la empresa, además, la llevó incluso a ser incapaz de pagar una deuda de US$300 millones con sus propios pensionistas (por lo que el año pasado el Estado nos obligó a todos los contribuyentes a asumirla). Todo esto llevó a que el titular del Ministerio de Transportes y Comunicaciones, el señor Carlos Paredes, califique a Enapu de “moribunda”. Aunque (como sucede con el resto de empresas insolventes) por su falta de capacidad de pago debería, más bien, habérsele declarado difunta.

Por todo esto, no entendemos por qué el gobierno quiere obligar a los concesionarios a cargar con un muerto en la espalda. Si está interesado en que los puertos sean más eficientes para aumentar las posibilidades de que todos nos beneficiemos del comercio internacional, debería, en cambio, hacer más liviana la carga a los privados. Y, como con todo difunto, a Enapu solo debería buscarle cargadores con una finalidad: darle cristiana sepultura.

NOMBRE ANTES QUE APODO El día domingo publicamos una encuesta nacional urbana realizada por Ipsos Apoyo por encargo de nuestro Diario que mostró que el 64% de los encuestados consideraría ilegal e inconstitucional si un presidente cerrase el Congreso. Esta cifra, no cabe duda, refleja un avance notable para la democracia peruana, pues, mientras en los 90 dicha medida tuvo un gran apoyo popular, hoy una importante mayoría se opone a la misma.

Es preocupante, sin embargo, que un 25% de los encuestados considere que sí puede cerrarlo y que un 11% no pueda precisar si le parece correcto, pues eso dice mucho sobre la percepción actual de nuestro Congreso. Y los culpables de esta falta de credibilidad dentro de dicho grupo no solo tienen nombre, sino también apodo: ‘robacable’, ‘comeoro’, ‘robavoto’, ‘cuidamadre’, entre otros. Y no nos olvidemos, por su puesto, de la responsabilidad de todos aquellos que no han sido rebautizados, pero que son culpables de otros escándalos como falsificar hojas de vida, promover proyectos de ley que beneficien financieramente a sus familiares o intentar aumentar sus ingresos disfrazándolos de gastos de representación, por citar solo algunos.

Para tratar de disciplinar a nuestros congresistas, en este Diario hemos planteado varias reformas de las cuales hoy rescatamos una: que los legisladores se elijan en circunscripciones electorales más pequeñas que las actuales que, a su vez, solo escojan un representante cada una. De esta forma, a los ciudadanos les quedaría más claro quién los representa y les sería más fácil seguirle la pista y “pedirle cuentas” en cada elección. Esta sería una forma de que cada peruano le ponga nombre (y por lo tanto le asigne responsabilidad) a su concreto e individual congresista. Y así, los parlamentarios tendrían más reparos en protagonizar actuaciones por las que la prensa, finalmente, les termine poniendo un apodo.