Es bien sabido que el Perú tiene un déficit severo de infraestructura que funciona como uno de los principales cuellos de botella de nuestro crecimiento y, por lo tanto, de la velocidad con la que creamos oportunidades y reducimos la pobreza. AFIN, por ejemplo, estima que el país tiene una brecha de infraestructura que bordea los US$88.000 millones, casi un cuarto de los cuales corresponde al sector transportes. En vista de lo cual, resulta de lo más curioso descubrir cómo este déficit no solo se debe a la infraestructura que no tenemos, sino también a la que sí tenemos y nos damos el lujo de no usar.
Puede sonar irreal, pero el anterior es el caso del mar peruano, que hace mucho tiempo debería estar funcionando como una “Panamericana azul” que transporte mercancías entre nuestros puertos (es decir, para cabotaje). Una infraestructura que nos ha venido regalada y que es más eficiente en su uso que aquella a la que parecemos querer jugar todas nuestras fichas: la carretera. Después de todo, los barcos mercantes poseen una capacidad de carga muchísimo más grande que los camiones (lo que les da la posibilidad de abaratar fletes) y no ocasionan con su tránsito la necesidad de gastar en reconstruir constantemente las “rutas” por las que pasan.
Por otro lado, aun cuando el cabotaje no supusiese –como lo hace– una alternativa de transporte de mercancías muchas veces más eficiente, tendría gran sentido económico utilizarlo para aliviar el sobretráfico que actualmente sufren la carretera Panamericana y las vías de acceso al Callao. Las exportaciones peruanas han tenido un crecimiento espectacular en los últimos años que no ha ido acompañado de un aumento correspondiente en las vías por las que circulan. El paso de tortuga resultante se traduce en un incremento de los costos de nuestros productos y en una pérdida de su competitividad. Es decir, en un desperdicio de recursos que no tendríamos por qué protagonizar, y menos que aún cuando está cayendo la demanda por nuestras exportaciones.
Por lo demás, el atoro creciente de nuestras vías terrestres no es un sobrecosto que tienen que asumir solo las exportaciones, sino que también lo pagan el comercio interno costeño y las importaciones que, habiendo llegado al Callao, están destinadas a alguna provincia de la costa. Esto es, son sobrecostos por los que también pagan nuestros consumidores.
¿Por qué si la necesidad está, y la posibilidad (el mar) está, no hay más cabotaje? Pues porque, lamentablemente, también están la demagogia y la irracionalidad. Y, así, tenemos que la ley prohíbe que empresas extranjeras hagan cabotaje y que empresas peruanas alquilen buques de bandera extranjera con ese fin (salvo por un período de seis meses no renovables que para efectos de una lógica empresarial es lo mismo que nada). Como resultado, el número de inversores que pueden dedicarse al cabotaje en el país queda restringido a los peruanos que estén dispuestos a asumir la altísima barrera de entrada en el negocio que supone el tener que comprar –desde el comienzo– los barcos con los que uno operará.
El argumento que se da para este sinsentido apela al nacionalismo –el mar peruano debe ser para los peruanos– y, sobre todo, a la “seguridad nacional”. Cuesta diferenciar cuál de los dos fundamentos es más absurdo. Al menos para efectos del cabotaje, hoy en día el mar peruano no es de los peruanos porque casi no les sirve –existe, por ejemplo, una sola embarcación haciendo cabotaje de contenedores–. Y en cuanto a la seguridad nacional, sería interesante que se explique de qué manera concreta –y que no se pueda solucionar de una forma ad hoc en el (muy negado) caso de una guerra– el cabotaje por barcos extranjeros pone en riesgo la seguridad del país.
El Perú ha avanzado mucho, pero aún hay millones de peruanos pobres. Por eso, acogerse a razones arcaicas –y quién sabe si no al servicio de algún aprovechado interés– para evitar hacer usode todo aquello que la naturaleza nos ha dado supera el campo de la simple torpeza, para penetrar, con paso firme, en el de la inmoralidad.