Trascendió la semana pasada que el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables (MIMP) solicitará al pleno del Congreso reconsiderar el artículo 27 del proyecto de Código de Niños y Adolescentes. La razón: según el MIMP, el artículo restringiría la educación sexual a la provista por las familias. Así, se impediría que el Estado la brinde, por ejemplo, en colegios públicos o centros de salud. Menciona el MIMP, además, que “tampoco se hace mención a los servicios de salud sexual y reproductiva para las y los adolescentes, ni al deber del Estado de garantizar estos servicios de acuerdo a la Convención de los Derechos del Niño”.
¿Por qué algunas personas defienden que solo los padres se encarguen de la educación sexual? Porque, dicen, es la familia la que debe escoger qué valores inculcar a sus hijos. Y no podríamos estar más de acuerdo. Bajo qué valores educar a un niño es una decisión que corresponde exclusivamente a sus padres. Con lo que no estamos de acuerdo, sin embargo, es que la educación sexual solo involucre un tema de valores. Ella es un tema, además, de salud pública.
Para garantizar la salud de los ciudadanos, al Estado no le basta construir hospitales o contratar más médicos. Debe, además, brindar a las personas información adecuada que les permita prever problemas de salubridad. Y, justamente, ese es el rol que cumple la educación sexual. Ofreciendo información objetiva y científica, el Estado solo pone en manos de los ciudadanos herramientas que sirvan para reducir las tasas de enfermedades de transmisión sexual, de embarazos no deseados y, además, que les permiten saber cómo planificar su familia (cosa que, lamentablemente, algunos padres ni siquiera saben).
Por supuesto, la educación de bajo qué valores llevar la vida sexual (y por lo tanto qué uso dar a la información recibida) sí debe quedar en el hogar. Pero la forma de enseñar valores no es poner una venda sobre los ojos de los niños ni, mucho menos, pretender que en el colegio les sigan contando el cuento de la cigüeña.