El proyecto de nueva ley universitaria que el Gobierno está a punto de lograr convertir en ley viene cargado de promesas. De hecho, según ha declarado el presidente de la Comisión de Educación, Daniel Mora, la idea es usar el poder del Estado para lograr que todas nuestras universidades privadas tengan el nivel de la Católica, Cayetano Heredia o Pacífico. Las que no cumplan con los estándares que conforme a la ley correspondan a esta calidad universitaria podrán ser expulsadas del mercado.
¿No es maravilloso? Si todas las universidades privadas que tengamos en el futuro van a tener ese nivel, pues qué salto para nuestra calidad educativa y qué promesa para el futuro del PBI y del desarrollo. Así sí que se explica que, al menos hasta ahora, todo apunte a que la propuesta pasará por el pleno del Congreso como por un tubo.
Salvo, claro, que la cosa no fuese tan sencilla y que lo del tubo tuviese más bien que ver con la escasa capacidad de análisis –y enorme atracción por el populismo– que una y otra vez demuestran casi todas nuestras bancadas.
Y, bueno, sucede que la cosa no es tan sencilla. Veamos.
¿Cómo determinará el Estado cuáles universidades tienen el nivel que él considera mínimo para poder funcionar? Con una serie de estándares sobre los títulos que deberán tener los profesores, la manera como estos títulos deberán haber sido obtenidos , la duración mínima de los diferentes programas académicos, el tipo de infraestructura que deberá poseer cada centro y, en general, sobre lo que pueda parecerle pertinente a la Superintendencia ad hoc que crea el proyecto. Superintendencia a la que, dicho sea de paso, dota de muy poco definidos – y por lo tanto enormes– poderes con los que eventualmente podría decidir respecto de cosas como la forma de redistribuir utilidades, los planes de estudio o los procesos de admisión.
Naturalmente, esto presupone que el Estado conoce bien lo que hay que hacer para tener una universidad del nivel de las arriba mencionadas. No hay que detenerse mucho, sin embargo, en los estándares objetivos que el proyecto exige para saber con qué tan buen criterio ha sido pensado: sin necesidad de ir más lejos, si el proyecto hubiese estado vigente cuando se iban a crear las tres universidades que nombró el congresista Mora, ninguna de ellas se hubiese podido fundar. Como, de hecho, tampoco podrían funcionar –aun en su forma actual– algunos programas académicos de las más prestigiosas –y ricas– universidades del mundo.
Por otra parte, incluso si el proyecto lograse que las únicas universidades privadas que queden en el país sean las que tengan el nivel indicado, y que estas proliferen, cabría preguntarse: ¿qué pasaría con quienes no puedan pagarlas? Porque, naturalmente, entre calidad y precio siempre hay una relación, y no es lo mismo mantener la infraestructura de la Católica que la de otras…
La respuesta es obvia: quienes no puedan pagar solo podrían ir a las universidades públicas (hasta donde estas alcancen). Con lo que su educación, en la gran mayoría de los casos, será todavía peor que la que hoy reciben. No en vano, según el INEI, el número de alumnos de nuestras universidades privadas que aprueba la calidad de sus profesores sobrepasa en casi 30 puntos porcentuales al de las universidades públicas. Tampoco en vano la competencia (como esa que con el proyecto desaparecería en todo lo que no sea los niveles de las mejores universidades) sirve para lograr mejoras –aunque sea marginales– en los diferentes niveles de calidad-precio existentes.
Esto, claro, salvo que extendamos nuestro supuesto anterior y asumamos que el proyecto, puesto que se aplica también a ellas, lograría asimismo que las únicas universidades públicas que sobrevivan sean las del nivel al que se apunta, y que estas proliferen. Pero en ese caso cabría preguntarse cuál fue la necesidad de acabar con la competencia de las universidades privadas de menor calidad. Después de todo, si hubiera muchas buenas universidades públicas no habría espacio en el mercado para las malas privadas: ahí donde hay buena calidad gratuita la baja calidad de poco precio no es competitiva.
¿Entonces, por qué el Gobierno no se concentra exclusivamente en buscar la forma de que, respetando su autonomía, las universidades públicas empiecen a funcionar mejor, en lugar de ponerse a ser comisario también de todas las universidades privadas (buenas y malas)? En lugar, esto es, de desincentivar la inversión en educación y acabar con la competencia en los segmentos de bajo precio sin previamente asegurarle nada gratuito de calidad a quienes hoy recurren a esta competencia.
En otras palabras, dice el Gobierno que muchas privadas son pésimas. Pero omite decir que la gran mayoría de las públicas también lo son. Y que –por lo antes explicado– el segundo problema es el caldo de cultivo ideal para el primero. ¿No tendría mucho más sentido, entonces, que se dedique a este último y comience su limpieza por el propio Estado, antes de quitarle a quienes no tienen muchos recursos otras opciones frente a las tan pobres que él normalmente les da? Nosotros creemos que sí: tendría más sentido y –ventaja adicional– sería menos desvergonzado.