La Comisión de Constitución del Congreso ha aprobado la parte del dictamen de la reforma de la ley de partidos que establece el financiamiento público a los partidos políticos a partir del 2014, mandando que se dé en proporción a su participación en el Congreso. En realidad, esta obligación estaba ya contenida en la ley vigente, promulgada hace diez años, pero nunca se aplicó porque el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) sencillamente no presupuestó los fondos, pese a que se trataba de apenas el 0,1% del presupuesto público. Quizá el MEF actuó así porque sentía que no se trataba de un asunto prioritario ni siquiera para los propios partidos. De hecho, azorados por el pudor político de recibir dinero del público sin gozar de una imagen muy solvente ante los ciudadanos, los partidos nunca presionaron para tal inclusión presupuestal.

La realidad, sin embargo, es que el país necesita partidos fuertes. Los pocos partidos relativamente institucionalizados que tenemos, como el Apra y el PPC, tienen una existencia más bien precaria y carecen de presencia efectiva en muchas de las provincias y distritos del país. Los demás solo existen como olas electorales.

Los partidos, cuando funcionan como tales, son los canales por los que se expresan las necesidades, los intereses, las preocupaciones y los anhelos de los ciudadanos, dándoles una voz organizada en el espacio público y una presencia real en las instituciones en las que, al final del día, se resuelve sobre los derechos y obligaciones de todos. Por estos canales se transmiten las diferentes demandas desde la base hasta los niveles regionales o nacionales capaces de darles respuesta o prevenirlas.

Sin estos canales, es muy fácil que los reclamos ciudadanos se radicalicen, ante la frustración de no sentirse escuchados, y se desborden, a la manera de los huaicos que no encuentran un cauce, dejando solo un camino de destrucción tras de sí, como vemos en nuestras continuas, y violentas, “protestas sociales”. Sin estos canales, se vuelve también muy normal que estas demandas sean desviadas por los conductos improvisados y muchas veces traicioneros que abren los caudillos que, en ausencia de partidos reales, aparecen constantemente. Ciertamente, sin estos canales resulta mucho más viable para cualquier autoridad con aspiraciones autoritarias ir desprestigiando a la “clase política” hasta poder justificar los más diversos atropellos contra las instituciones representativas: es mucho más fácil acabar con la reputación de un hombre que con la de una organización que, al representar un ideario y tener bases y procesos, trasciende la identidad de cualquiera de sus integrantes. Teniendo en cuenta esto último, de hecho, acaso el Perú necesite partidos sólidos hoy más que nunca.

Demás está decir que la impredictibilidad y la tendencia a los estallidos de violencia (donde la razón la acaba teniendo quien quiera que logre patear más fuerte) que son alentadas por la ausencia de partidos sólidos tienen también consecuencias para el crecimiento y la reducción de la pobreza. Si no, baste con mirar lo que ha pasado con la economía de Cajamarca desde la violencia del año pasado o lo que pasa con la confianza y la inversión en el país cada vez que aparece un ‘outsider’ populista o autoritario del que nadie sabe realmente qué esperar.

Ahora bien, no obstante la buena noticia que venimos comentando, ha sido una lástima que la comisión decidiese aprobar también el aumento del número de invitados que las cúpulas partidarias pueden traer a sus listas: si lo que se quiere es fortalecer a los partidos, lo que se tiene que hacer es fortalecer la militancia de sus miembros y el poder de decisión de sus elecciones internas.

En la misma línea, también se echa de menos la que acaso sea la reforma principal que sigue faltando a nuestro sistema electoral: el cambio de los distritos grandes y plurinominales en los que hoy elegimos a nuestros representantes a distritos pequeños y uninominales. Para que los partidos funcionen como verdaderos canales de representación los ciudadanos deben sentir que tienen un conocimiento y un control reales sobre las personas de carne y hueso en las que finalmente se traduce su representación. Y esto se vuelve mucho más viable cuando cada elector tiene un solo representante, como para poder darse el trabajo de seguirle la pista, y como para que, sabiendo esto, ese representante tenga que darse el trabajo de escuchar y rendir cuentas a quienes lo pusieron en donde está.