Ha sido una buena noticia que el plan quinquenal de Petro-Perú, aprobado mediante resolución del Ministerio de Energía y Minas y publicado en el diario oficial el 31 de julio, tuviera una vida efímera: a los tres días fue derogado. El tiempo que duró fue inversamente proporcional al tamaño de los números que involucraba. Aparentemente fue el Ministerio de Economía y Finanzas el que reaccionó luego de leer, probablemente con asombro, la magnitud de los proyectos que se esperaba concretar al 2017 sin indicación alguna de cómo se financiarían y con una meta de listar en la bolsa solo el 8% de las acciones.
Los rápidos reflejos que esta vez mostró el Gobierno –aunque fuera solo para protegerse de sí mismo– sirvieron para archivar la iniciativa antes de que se convirtiera en una nueva fuente de desconcierto y desconfianza nacional. Después de todo, se trataba nuevamente de invertir literales miles de millones de dólares en una empresa estatal que no tiene más argumentos para existir que el mágico-religioso del “sector estratégico” o el francamente pobre de “muchos otros países que son serios en otros temas también lo hacen”.
La megalomanía empresarial mostrada en el plan, por lo demás, era en sí una excelente muestra de dos de las principales razones por las que las empresas públicas suelen ser tan grandes fracasos: porque acostumbran funcionar más interesadas en producir proyectos que sirvan a los políticos que son sus semidueños para impresionar a su público, y porque sus directivos acostumbran actuar con el sentido de irresponsabilidad que les da el saber que al final del día tienen detrás de ellos un bolsillo más bien ilimitado (el del fisco).
¿Qué metas contenía este plan para los siguientes 5 años? Pues tener en operación 7 contratos de explotación y dos de exploración, la modernización de la refinería de Talara, la adecuación socio-ambiental de las cuatro refinerías que tiene la empresa, la construcción de plantas de petroquímica en etileno-polietileno y amoníaco-urea, la repotenciación del Oleoducto Norperuano, una mayor participación en el mercado de GLP, y, cual comercial televisivo, “mucho más”.
El costo total de estos proyectos no baja, según se ha calculado, de US$11 mil millones. La pregunta inmediata era cómo los podría financiar una empresa cuyas utilidades el año pasado apenas fueron de US$23 millones. O Petro-Perú no tiene sentido alguno de la realidad o contaba con que el Estado metiera el hombro y, por supuesto, con su solvencia, señor contribuyente.
La buena noticia del archivamiento de este alucinado plan quinquenal, sin embargo, ha durado poco. El ministro de Energía y Minas, Jorge Merino, acaba de declarar que la modernización-ampliación de la refinería de Talara va sí o sí, y agrega que se financiará con los flujos actuales de Petro-Perú. Comoquiera que esta modernización-ampliación está valuada en US$2.700 millones, solo cabe pensar que el ministro no sabe cuáles son los flujos actuales de Petro-Perú. Salvo, claro, que esté contando para este financiamiento con la garantía del Estado y, al final del día, con el presupuesto nacional. Es decir, con una cantidad de dinero público (léase: “del público”) que, bien gerenciada, bastaría para resolver nuestros (gravísimos) problemas de seguridad ciudadana y del Poder Judicial juntos. Todo, para un proyecto que, si tiene sentido económico, podría muy bien ser desarrollado por el sector privado.
Fue un error haber suspendido en los noventa la privatización de Petro-Perú. El estatismo se encrespó en los últimos años de esa década y cortó el proceso. Ahora ya no parece viable retomarlo, aunque habrá que seguir insistiendo, pues Petro-Perú no tiene para existir más razones que las ideológicas.
En cualquier caso, si no queda más remedio y el Perú debe seguir cargando con esa empresa, tendrían que introducirse en ella todos los incentivos privados posibles para convertirla en lo que hoy es solo de nombre: una empresa. De esa forma se lograría contrarrestar –al menos en alguna medida– la principal debilidad de las empresas estatales: la ausencia de un dueño de carne y hueso que se juegue en ellas sus ahorros.
Para esto, Petro-Perú tendría que formar primero un directorio empresarial de primer nivel, contratar a una consultora internacional que la ayude a diseñar una nueva estructura organizativa y un plan estratégico creíble, y conseguir muy buenos técnicos, para luego entrar a la bolsa con un mínimo de 40% de acciones. Recién luego de esto debería sentirse en situación para plantearse nuevos proyectos, siempre y cuando, claro está, los desarrolle y enfrente con sus propios recursos y creatividad. No es un destino tan duro: así viven diariamente todas las empresas que no tienen la suerte de tener el apellido “estatal”.