El que grita gana. Eso es, al menos, lo que sucede a menudo en el espacio público cuando se discuten reformas que beneficiarían a un grupo grande pero diverso y con un interés indirecto en ellas, mientras que perjudicarían de una manera directa y concreta a otro grupo más chico y compacto. Porque entonces sucede que este último se organiza con facilidad para presionar y hacer ruido a su favor, genera la sensación de que es “el pueblo” el que está en contra de las reformas, mientras que el primero permanece desorganizado, presenciando en silencio cómo se boicotea aquello que desearía.
Esto es, de hecho, lo que está sucediendo hoy con el clave proyecto de ley para la reforma del servicio civil. Por un lado, están los sindicatos que representan a aquella parte de los trabajadores estatales que tiene todos los privilegios de un régimen laboral cerrado a la meritocracia, donde cada cual es el dueño absoluto y rentista de su puesto. Y por el otro lado, está el resto de la ciudadanía, harta de un Estado proverbialmente ineficiente y que quisiera ver mejorar los servicios que este le brinda (lo que, desde luego, pasa porque mejoren los incentivos de quienes trabajan en ellos).
Pese a lo inconmensurablemente mayor que es este último grupo –y pese a lo inconmensurablemente más racional que es su posición–, está ganando el primero. No en vano en el Congreso se sigue pateando ad eternum el debate del proyecto, al tiempo que se le intenta quitar cualquier filo competitivo con una serie de reformas.
Este es, pues, un típico caso de secuestro de la democracia por un grupo de interés.
Para darse una idea de la envergadura del secuestro, basta con ver la última encuesta de Ipsos sobre el tema. Cuando se le pregunta a los encuestados por su opinión respecto de cada una de las principales reformas que traería la ley, su aprobación es abrumadora. Así, por ejemplo, un 88% aprueba que los funcionarios públicos sean evaluados para medir su desempeño, un 74% aprueba que puedan ser despedidos si son desaprobados en sus evaluaciones por dos años consecutivos y luego de ser capacitados, y un altísimo 91% está de acuerdo con que puedan ascender según su mérito y desempeño.
Por lo demás, la opinión a favor del principio que sustenta estas reformas es también casi absoluta. A la pregunta: “¿Está de acuerdo o no con que la reforma del servicio civil se base principalmente en la meritocracia; es decir, que las remuneraciones y los ascensos estén en función del mérito y desempeño de los trabajadores del sector público?”, un 84% responde que está de acuerdo.
Y, sin embargo, vienen ganando los sindicatos, que son los que protestan y los que se hacen sentir en la calle y con los congresistas. Vienen ganando, pese a números como los de esta encuesta y también pese a lo desvergonzado de su posición. Después de todo, ¿con qué cara puede alguien negarse a que el servicio que brinda sea sujeto a cualquier tipo de evaluación o a que se incorpore el mérito como criterio de ascenso a una carrera pública que hoy, por lo demás, no existe?
Por otra parte, vale también la pena mencionar que la ley no supondría acabar con los derechos laborales de los trabajadores estatales. Es lo contrario: los extendería a todos ellos. Por ejemplo, desaparecerían los CAS y otras modalidades, que hoy hacen que un gran número de empleados públicos no tengan contratos estables.
¿Cómo impedir este secuestro del interés común por parte de un pequeño grupo que defiende un derecho al rentismo laboral sustentado con el dinero de todos? ¿Cómo llevar adelante esta reforma esencial para llegar a un Estado formado por funcionarios bien motivados que pueda ser finalmente visto como un servidor –y no como un terror– de los ciudadanos?
Pues dándole voz a la mayoría que lo quiere y haciendo sentir su peso. Una labor para la que se necesita un liderazgo político que a la fecha no vemos en el gobierno que, con muy buen tino, por lo demás, propuso esta reforma. Pero una labor que sí es posible, como en su momento se demostró cuando se logró abrogar la cédula viva o introducir el principio meritocrático en la educación. La mayoría silenciosa, en fin, está ahí. ¿Para qué sirven los líderes si no es para darle voz?