El gasto en remuneraciones del sector público se incrementó en 15% en el primer trimestre de este año. Un incremento que ha reflejado básicamente los aumentos decretados el año pasado a favor de los maestros, policías y militares.
La noticia es una muestra más de cómo hoy, pese a lo que a lo que muchos piensan, tenemos un Estado más fuerte que el de las décadas del intervencionismo. Más fuerte, al menos, en lo que toca a las funciones que le corresponden y para las que ahora tiene cantidades de recursos disponibles que hace no tantos años hubieran sonado a sueños de opio.
Esto, sin duda, es una buena noticia. Es difícil lograr una buena educación ahí donde no hay cómo tener maestros bien pagados e incentivados; y servicios de seguridad confiables ahí donde los policías tienen que ocupar la mitad de su tiempo vendiendo su trabajo a empresas privadas, o donde los soldados ganan mucho menos que el sueldo mínimo. En el Estado, igual que fuera de él, existe una relación entre lo que se paga y la calidad del servicio que se puede esperar.
La buena noticia, sin embargo, se queda corta cuando uno recuerda que, si bien el dinero suele ser un factor necesario para obtener un servicio de calidad, no es un factor suficiente. El dinero tiene que ser asignado inteligentemente –es decir, por medio de una buena gerencia– para lograr resultados eficientes. Hay una diferencia entre simplemente tirarle dinero a un problema y usar ese mismo dinero para solucionarlo. De esto puede atestiguar el caso del gobierno de Toledo con la educación, cuando se casi duplicó el sueldo a los maestros sin que eso lograse absolutamente ninguna mejora perceptible en nuestra deplorable educación pública.
Considerando lo anterior, preocupa que a la fecha los mencionados aumentos no vayan acompañados de las otras reformas que necesitan nuestra educación y nuestra seguridad. Es decir, que lo que el Estado haya logrado mejor hasta acá sea únicamente la parte más fácil: gastar más del dinero que recauda del trabajo de otros (los contribuyentes).
El caso de la educación es ilustrativo. Como se sabe, hace ya más de dos años que este Gobierno puso a dormir al principio meritocrático que se venía aplicando desde mediados de la gestión anterior con miras a dar su nueva Ley de la Carrera Pública Magisterial. Está programado que se retomen las evaluaciones de ascenso este año, pero no hay ninguna garantía de que esta evaluación se hará bien. Por ejemplo, a comienzos de año se convocó a concursos con el objetivo de encargar las direcciones de centros educativos únicamente para que, a la hora de asumir el cargo, se les hiciese saber a los ganadores que no había presupuesto para pagarles la ampliación de la jornada hasta 40 horas ni la bonificación por ejercicio de la dirección. Lo que expresa hasta qué punto los problemas de gerencia continúan siendo serios en el Ministerio de Educación, al tiempo que no se advierte en su cabeza ninguna voluntad política para entablar alianzas público-privadas que puedan incorporar el aporte del sector empresarial en todo lo que tiene que ver con la gestión.
La situación con la policía y las Fuerzas Armadas no es mucho mejor. Como muestra, basta recordar para el caso de la policía cómo hasta ahora esta no ha sido capaz de comprar algo tan esencial como un sistema de comunicación integrado –el último intento tuvo que acabar en una rescisión de contrato–. Y para el de las Fuerzas Armadas, cómo en lugar de buscar su profesionalización total, se busca retornar al servicio militar obligatorio con 36.000 reclutas anuales.
Mientras tanto, ya hay aumentos prometidos para el Poder Judicial y el sector Salud sin que se hayan fijado la naturaleza de las reformas que tendrán que acompañarlos.
Hay algo, en fin, que todos deberíamos de tener claro a la hora de procesar estos aumentos. La diferencia entre gastar e invertir se llama buena gestión y mientras esta última no esté presente uno debe hacerse muy pocas ilusiones sobre lo que se pueda lograr con el dinero.