Es bien sabido que el teatro del mundo suele presentar más escenas inverosímiles que los que se especializan en ficciones. Sobre todo, por supuesto, cuando los actores son políticos e intentan suplir con solemnidad lo que el guion no tiene de seriedad.
Una escena de estas la pudimos ver esta semana en el Congreso. Un grupo de congresistas de diversas bancadas apareció rodeando a los ex legisladores Alberto Borea y Javier Valle Riestra mientras presentaban las sesenta mil firmas que han juntado para una iniciativa legislativa que busca declarar nula la Constitución de 1993 y hacer una nueva “sobre la base de la Constitución de 1979”. La razón: la Constitución de 1993 sería “apócrifa”, como la llama, por ejemplo, el señor Valle Riestra, debido a que fue concebida cuando el país estaba sometido a una dictadura, por lo que la que valdría sería la Constitución de 1979, esta sí democrática. Estaríamos, pues, ante un asunto de defensa de limpieza de las credenciales democráticas nacionales, las mismas que se ven manchadas si una Constitución que es “hija de una dictadura” es la que nos rige.
El elefante en la sala, desde luego, era que la Constitución de 1979 también se aprobó bajo una dictadura, además de con todos los medios de prensa confiscados. Una dictadura, naturalmente, tan inconstitucional y abusiva como la del presidente Fujimori y que, a diferencia de este, ni siquiera podía argumentar haber al menos llegado al poder por efecto del voto popular. Como se sabe, fue con la pura fuerza de sus tanques que el general Velasco depuso al presidente constitucional Fernando Belaunde en 1968, dando inicio al Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas (algo que hace muy curioso, incidentalmente, que varios de los defensores del retorno “democrático” a la Constitución de 1979 señalen como argumento adicional que en 1993 había un Estado de Emergencia que ponía el territorio nacional bajo el control “político-militar” de las Fuerzas Armadas: en 1979 no se necesitaba de ese estado para que el territorio nacional estuviese bajo este control). No fue en vano, en fin, que el partido del derrocado presidente Belaunde, Acción Popular, se negara a participar de la Asamblea Constituyente de 1979.
El gobierno militar, por otra parte, no fue únicamente el “contexto” en que se dio la Constitución de 1979. La dictadura dictó a la asamblea los márgenes de contenido a los que tendría que ajustarse el texto constitucional. El Decreto Ley N° 21949, del 4 de Octubre de 1977, con el que el Gobierno Revolucionario convocó a la asamblea, es muy claro en este sentido. El decreto comienza diciendo que llama a la asamblea “considerando que es necesario institucionalizar las transformaciones estructurales que se vienen llevando a cabo desde el 3 de octubre de 1968 [es decir, el día del golpe del General Velasco]” para acto seguido pasar a ordenar, en su artículo segundo, lo siguiente: “La Asamblea Constituyente tendrá como exclusiva finalidad la dación de la nueva Constitución Política del Estado, la que contendrá, esencialmente, entre otras, las disposiciones que institucionalicen las transformaciones estructurales que viene llevando a cabo el Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas”. Una directiva, por lo demás, que la asamblea respetó bastante bien al no revertir ni una sola de las confiscaciones que había llevado a cabo el Gobierno Revolucionario y al establecer en un capítulo económico que mantenía bastante intacta la visión estatista de las calamitosas reformas emprendidas por la dictadura.
Así pues, los promotores de esta iniciativa legislativa están contradiciendo con ella a la misma lógica en la que dicen sustentarla. Si la idea es que para ser democrática una Constitución no solo debe tener un contenido que lo sea y haber sido aprobada por el pueblo, sino además haberse dado durante un régimen democrático, entonces nuestra última Constitución democrática no fue la de 1979 (aprobada bajo una dictadura) sino la de 1933. Es decir, la que rigió hasta que fue derogada por las armas en el golpe de 1968. Aunque, claro, también podría argumentarse la necesidad de ir más atrás…
Nada de esto, por cierto, quiere decir que no se deban introducir cambios a la Constitución de 1993 (cumpliendo, claro está, con las mayorías que ella determina para su modificación). De hecho, la necesidad de algunos de estos cambios – como el de la bicameralidad- es sostenida por este Diario.
Lo que sí queremos decir es que quienes quisieran cambiar la Constitución de 1993 por la de 1979, necesitan encontrarse una mejor excusa. La “democrática” no sirve, porque es mentira.