No es la primera vez que el Congreso demora excesivamente en escoger a los nuevos miembros del Tribunal Constitucional (TC) y tampoco es la primera vez que los principales voceados a nuevos magistrados son personas con afiliación o marcada afinidad con las principales fuerzas políticas del Congreso. Esto sucede porque el Parlamento, en vez de buscar por consenso a los abogados más destacados para que llenen rápidamente las sillas del TC que van quedando vacantes, ha institucionalizado la práctica de asignar cuotas a cada uno de los partidos para elegir a los miembros del tribunal. Así, como si fuera una torta, el TC es repartido por porciones en el Congreso.
De este modo, la mayoría de candidatos actuales han resultado siendo militantes o personas cercanas a los partidos políticos de mayor peso. Son los casos, por ejemplo, del ex congresista Rolando Sousa y Marcos Ibazeta, presentados por el fujimorismo, y, por otro lado, del ex congresista Cayo Galindo y del ministro de Defensa Pedro Cateriano, propuestos por el nacionalismo. Y esta politización del TC no es, por supuesto, invento original del actual Parlamento. Más de un tercio de los magistrados que lo han integrado en toda su historia han formado parte de un partido político o han postulado a un cargo público con el mismo.
Ahora, alguien podría pensar que una estrecha filiación política no hace malo a un abogado y, por lo tanto, a un magistrado. Y tendría razón. Pero lo que sí lo hace es menos imparcial cuando se trata de declarar la inconstitucionalidad de una ley de autoría de su partido. Recordemos que, precisamente, la principal tarea del TC es ser el guardián que impide que el Congreso vaya más allá de los límites que le fija la Constitución. Pero es difícil esperar total diligencia del guardián de una frontera si el mismo es elegido por quien puede querer en algún momento cruzarla. Es natural, después de todo, que los congresistas prefieran personas afines y permeables a las agendas políticas de sus respectivos partidos y que no se esmeren por encontrar a un apropiado fiscalizador. Entre uno bueno pero a la vez incisivo, y uno malo pero permisivo, probablemente preferirán al segundo.
En un momento se pensó que exigir que la elección de miembros del TC fuese por mayoría calificada (dos tercios del número total de congresistas) serviría como un límite a la politización de la institución, pero la práctica ha mostrado que no suele ser así. Por ello, sería importante y oportuno pensar en alternativas al actual sistema de elección.
Chile, por ejemplo, no concentra toda la potestad de designación en el Parlamento, sino que la reparte entre dicho poder del Estado (que nombra solo a cuatro de diez vocales), el presidente de la República y la Corte Suprema (que nombra al resto). En países como Colombia, el Senado escoge a todos los magistrados pero solamente entre las ternas de propuestas que provienen del presidente, de la Corte Suprema y del Consejo de Estado, con lo que se reduce la posibilidad de que se presenten candidatos políticos.
Otra posibilidad, por supuesto, es darle la elección a un organismo autónomo y especializado como el Consejo Nacional de la Magistratura. Este último no solo tendría una actuación más despolitizada y ágil, sino que además –como precisó Alberto de Belaunde en un reciente artículo– puede ser sancionado si incumple con realizar la designación en el tiempo que manda la ley (cosa que no sucede en el Congreso porque todos sabemos qué animal no come el otorongo).
Las esperanzas de que un cambio ocurra, sin embargo, son pocas. Tendría que haber voluntad de los partidos de aprobar una reforma constitucional que les impida meter las manos al TC. Y ya son varios congresos seguidos los que han dado importantes muestras de que no tienen ninguna intención, por más que le convenga al interés nacional, de amarrarse a sí mismos las manos.