La fecha pactada para su apertura era un 15 de febrero, pero un imprevisto los obligó a postergar el encendido oficial del fogón. Corría el verano de 1981 -el año que empezó con el conflicto con Ecuador y terminó con la clasificación del Perú al Mundial España 82- y un percance ocurrió el mismísimo día de San Valentín: alguien chocó el auto de quien ya era la flamante dueña de una cebichería al paso, en el barrio de Santa Cruz, lo que obligó a suspender el encendido oficial del fogón. “Por ese motivo tuvimos que esperar una semana más. Calculo que el local se abrió el 22 de febrero, aproximadamente”, nos dice Juan Del Castillo Vargas, el hijo mayor de doña Isolina Vargas Reyes, madre de cuatro (además de Juan, los mellizos Luis y Julio, y José), ex secretaria del Ministerio de Agricultura y por esos años paciente conductora de movilidad escolar.
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La postergación le habría dado tiempo para pensar bien en lo que se metía: a inicios de los ochenta doña Isolina se embarcó en un pequeño negocio culinario de pescados y mariscos, y aunque ella y su entorno heredaron el paladar y la sazón de criolla familiar, en casa (lo ha confesado muchas veces) el cebiche no era ni por asomo su especialidad. Cierto es que en La Mar la emprendedora mujer encontró su buena estrella, que la guio para escribir una historia que hoy suma cuatro décadas de sabor y sazón.
Barrio de coincidencias
Víctor Darcourt era un tripulante de AeroPerú, la aerolínea de bandera nacional que comenzó a operar en 1973. Tito -que así le llamaban los amigos- surcaba los cielos de América, pero cada vez que pisaba Lima regresaba a su casa en la calle General Córdova, muy cerca de la Av. La Mar, donde a modo de inversión, a fines de los setenta, decidió comprar un pequeño local de apenas 25 metros cuadrados. Allí montó una cebichería al paso: instaló una barra en forma de U, dispuso una decena de banquitos, y decoró las paredes con redes, faroles, boyas y anclas que compró en el Callao. Le llamó La Red.
Pero el emprendimiento de este hombre que más pasaba días en el aire que en tierra firme naufragó antes de cumplir un año. El siguiente paso era inevitable: Tito Darcourt colocó un letrero de alquiler, y esperó. Isolina Vargas Reyes, por entonces vecina de la calle General Córdova, conducía un Opel lleno de seis niños del colegio Hosanna de Miraflores cuando en una de sus clásicas paradas divisó el cartel: se alquila. Acompañada de Juan (entonces de 16 años), buscó al dueño, negoció y no tardó en firmar el contrato. Tito Darcourt le alquiló el local con mesas, bancas, ollas, adornos y, claro, el cartel que decía La Red.
Juan Del Castillo recuerda que en ese sector del barrio de Santa Cruz -plagado entonces de talleres de mecánica, quintas multifamiliares y ciertas prácticas de comercialización no tan santas- los únicos negocios culinarios eran una cebichería-cantina llamada El Perolito Marino y un chifa frente a la residencial. La solución comercial para la zona donde estaban era vender menú. Y eso fue lo que hizo doña Isolina, encomendada a la biblia Nicolini que ha guiado a generaciones, y apoyada en cocina por su asistente Rita Mogrovejo y por la hija de un guardián de la zona.
Tito Darcourt recuerda bien esos inicios: “Ella quería vender menú, porque la cebichería no daba mucho. Sacó la barra y puso mesas. Con los años, a la gente le empezó a gustar su sazón y hacían cola afuera. Luego otras tiendas empezaron a transformarse en restaurantes, pero a ella so no le afectaba. Por eso le ofrecí otra tienda más grande, a dos cuadras de la primera”.
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Doña Isolina mantuvo el primer local como depósito y el segundo como restaurante. Su clientela también creció y su hijo menor, José (entonces de 20 años), se encargó de la administración. Al negocio le iba bien. ¡Dicen que un día llegaron a vender hasta 120 menús! Pero no fue por la sazón de José, que hasta entonces no tomaba parte en la cocina. El hoy célebre chef se decantó por la carrera culinaria recién a mediados de los noventa. Al final de esa década, promovió un nuevo y último cambio de local.
La oportunidad se presentó cuando la dueña de un restaurante que abrió al frente de La Red para hacerles competencia tiró la toalla y les ofreció el local en alquiler, según recuerda Tito Darcourt, quien hasta entonces había seguido de cerca el proceso de crecimiento del negocio familiar. Finalmente, el casero dejó ir a su inquilina de tantos años. Doña Isolina se mudó a la acera de enfrente, donde La Red está ubicada hoy.
Muero por Juana
Pero no solo Tito Darcourt e Isolina Vargas eran vecinos del barrio donde se ubica La Red. También lo fue Juana Lucía Aguilar Bravo, morena miraflorina, nacida en la calle Mendiburu y vecina de la zona hasta que su familia se mudó a Comas cuando ella cumplió 7 años.
“Ese era mi barrio. Yo tenía mi negocio de frejol colado y tamales, que vendía los martes y los sábados. Tomaba mi micro y me bajaba en la Av. Del Ejército, a la altura del cuartel, y me caminaba toda La Mar hasta la cuadra 6”, cuenta.
Un día, intuyendo la buena mano de aquella cocinera, doña Isolina se le acercó y le preguntó si quería trabajar. Juanita no se dio por aludida y le dijo que le avisaría si algún familiar estaba disponible. Pero en realidad era ella, con dos hijos pequeños y la economía golpeada a inicios de los 90, quien necesitaba el trabajo. La indecisión le duró poco, y empezó a trabajar un 5 de febrero de 1991.
“Cuando yo entré ya estaba Miguelina Altamirano, quien más tarde se retiró por un tema de salud pero luego regresó. La señora Isolina era nuestra guía, como un sargento: nos indicaba las cosas y siempre estuvo al pie del cañón con todos nosotros”, cuenta Mami Juanita, como la llaman de cariño a esta guisandera que -lo dice con orgullo- aprendió a hacer el sancochado “con todas las de la ley y todititos los insumos” aquí, en La Red.
A todo pedal
Jorge Luis Gutiérrez Mora extraña mucho atender a sus clientes en el salón de La Red, donde llegó hace 12 años. “Los saludaba por su nombre, porque tengo buena memoria. Soy bien dedicado y me gusta ver que no les falta nada. A veces incluso exageraba con la atención, pero sin caer mal”, dice este buen mozo de 42 años que en junio del 2020 se compró una bicicleta (desde su tiempo de escolar no montaba un velocípedo) para asumir la responsabilidad del delivery de La Red.
Tez clara y bronceada por el sol, cabello lacio, 1.66 mts de estatura y contextura gruesa, dice que con la mascarilla solo algunos de sus antiguos clientes lo reconocen cuando llega con su pedido. Vive en Surquillo y su rutina incluye hoy una saludable caminata hasta el restaurante. Sus zonas de reparto suelen ser Miraflores, San Isidro, Jesús María, Magdalena, pero en esta nueva cuarentena ha llegado hasta Surco, a la altura de Neoplásicas.
Jorge Luis dice que con su nuevo trabajo tiene más físico que antes, no solo por el pedaleo diario, sino porque casi siempre camina de su casa, en Surquillo, al trabajo. Claro, se cansa mucho más que antes, “pero cuando te gusta lo que haces, lo haces de buena gana”, dice, aunque nunca pensó que haría un trabajo como el que hace hoy, junto a tres personas más que antes atendían salón y ahora son los reyes del delivery de La Red.
“A doña Isolina la conozco desde que ella hacía caja en el restaurante. Después ya pasó a supervisar la cocina, el salón… está en todas. Una persona admirable. Me despedí de ella el 14 de marzo. Estaba sentada en una silla en el restaurante. Todos nos despedimos de ella. Desde entonces no la vemos; se le extraña bastante”. Pero no solo Jorge Luis se pone nostálgico.
Segundo hogar
Juana tampoco ha pisado el restaurante desde que la pandemia empezó. “En febrero, antes de la pandemia, José nos invitó un lonche, un compartir, para nosotras. Fue la última vez que celebramos juntos, sin pensar que luego pasaría esto”. El lunes 16 de marzo Mami Juanita dejó de ir a La Red. Emprendedora nata, andariega como ella sola, el confinamiento la sumió en un largo estado de depresión. “No me levantaba de mi cama, no contestaba el teléfono. Hasta que me puse fuerte y me recuperé… Hace más de un mes que he vuelto a cocinar, pero en casa y para mis hijos y mis nietos”. ¡Quién como ellos! Cada día, de sus manos sale la mejor sazón, desde un humilde trigo con pollo hasta alguno de esos platos con los que se lucía en La Red.
“El año pasado tuvimos que despedir a la tercera parte del personal –cuenta Juan Del Castillo-. Se les pagó a todos lo que les correspondía, y algunos regresaron porque las cosas empezaron a mejorar. Pero ahora todo ha vuelto a cambiar. El día a día se ha vuelto complicado”.
La pandemia obligó al equipo dirigido por el chef José Del Castillo a retomar la propuesta de sus orígenes. El restaurante que hoy cumple 40 años ha vuelto a ofrecer menú como en aquellos años ochenta, cuando doña Isolina Vargas entendió que esa fórmula le ayudaría a sobrellevar tiempos difíciles.
Tenían planeado hacer una gran fiesta, pero para el próximo año será. Los 41 llegarán con nuevos bríos, la pandemia será solo un mal recuerdo, y habrá ganas para celebrar. Que así sea.