FERNANDO GONZÁLEZ OLAECHEA

En Lima, según estimaciones oficiales, viven más de dos millones de provincianos. Estas personas, que llegaron por diversos motivos, respiran, trabajan, sufren y gozan en la capital. La vida de la ciudad es su vida, pero también lo es la de la ciudad o el pueblo que dejaron atrás.

El binomio de dónde vengo y dónde estoy toma más fuerza durante una fecha fundamental como la Navidad. Y aunque para muchos estas fiestas no sean más que otra reunión social, hay quienes, a través de la música o la comida, refuerzan su identidad como una forma de decir no soy ni lo uno ni lo otro: soy ambos.

Bien sean de Antabamba, en Apurímac; del Carmen, en Chincha; o de San Hilarión, en San Martín; este festejo saca a relucir aquello que puede mostrarlos como son.

“Hay que tomar en cuenta lo musical y lo culinario porque sirven como comunicantes para construir un espacio social e interactivo en que los participantes refuerzan sus vínculos, afectos y su sentido de convivencia. Estos dos aspectos facilitan la interacción”, explica a El Comercio el antropólogo de la Universidad Católica Gabriel Calderón.

Para el especialista, estas fechas, además de tener una dimensión social, también reafirman una cosmovisión, muchas veces vinculada a la agricultura.

Carlos Eduardo Aramburú, antropólogo y especialista en temas de demografía, opina que la supervivencia de estas formas de celebración remite a una cercanía a la religión, un tema secundario en la versión más estadounidense de la fiesta.

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