VANESSA ROMO ESPINOZA

AYACUCHO. Maldonia ha caminado horas para estar aquí, en Putis. Años, en realidad. Han sido años de escapar como una nómada obligada por el abandono de un país, de su país, antes de regresar a esta tierra ayacuchana de la que fue desplazada con violencia, a mediados de los 80. Es ese tiempo de terror del que todos en Putis quieren hablar en tiempo pasado. Pero en esta mañana de frío impasible, tras haber cruzado cerros en la madrugada, sosteniendo a su pequeño Daniel y a su pequeña linterna, el miedo vuelve a Maldonia.

En Pampahuasi, una de las 12 comunidades del centro poblado Putis, en la provincia de Huanta, se oyeron disparos la noche anterior. A veces los campesinos revientan cohetes para espantar a los zorros de las chacras, pero en Maldonia ya no queda espacio para dudar.

Desde hace 15 días, dos incursiones narcoterroristas perturban el luto que aún vive esta comunidad, diezmada desde 1983 por el grupo terrorista Sendero Luminoso y las Fuerzas Armadas. Desde que el primer grupo de pobladores empezó a repoblar Putis, hace 16 años, no habían tenido contacto directo con la violencia. Saben, sin embargo, que al ser la localidad que conecta la selva con la sierra de Ayacucho, por sus caminos pasan delincuentes, narcotraficantes, terroristas. Pero nadie se había metido con ellos.

“Los militares saben que es un corredor de droga. Pero si ellos, que están armados, no hacen nada, menos nosotros”. Virgilio Quispe, alcalde de Putis, no dice esto resignado; más bien indignado. “No queremos que nuestros hijos sepan lo que es el sonido de una bala”. Esas balas que mataron a familias enteras cuando los acusaron de estar aliados con el terrorismo. Lo que más temen en Putis es que la historia se repita.

“SOMOS COMPAÑEROS” Desde las 6:30 p.m., Putis es habitado por sombras. Sin alumbrado eléctrico ni antenas de comunicación, los pobladores solo entran a sus casas. Antes de hacerlo, el viernes 24 de mayo, Elisa decidió ir a la bodega para comprar velas. Al ingresar, dos hombres armados hablaban con la dueña. “Somos compañeros, luchamos por ustedes. Ayúdenos con alimento”, pedían.

“Nadie les dio”, dice el alcalde Virgilio. A él también se acercaron para que como autoridad recolecte fideos y arroz. “Yo me negué. Aquí con las justas tenemos para sobrevivir”.

Eran seis los que entraron al pueblo. Al final, tres de ellos llegaron a la posta que desde hace tres años ocupa parte de una casa de triplay. Sixto Solís, técnico de enfermería y el único personal que atiende en la posta, fue obligado a hacerlos pasar. “Les pedí que no se llevaran los medicamentos de la gente, que los necesita; pero cargaron analgésicos y antibióticos, un poco de todo”. Sixto tuvo que aceptar.

Nueve días después, el domingo pasado, una balacera retumbó entre cerros de musgo y pasto en Rodeo, la capital de Putis. “No habíamos escuchado ese ruido hace tanto tiempo”, dice Isaac Cayetano, ex rondero. Al llegar al lugar del crimen, un cadáver yacía cerca de la comunidad de Putis, donde vive el teniente gobernador y donde están las fosas que se exhumaron hace 4 años y que revivieron el triste pasado del pueblo.

Serapio Poma, el gobernador, lleva una mirada castigadora. Le incomoda que se diga que dejaron el cuerpo en su casa cuando fue la comunidad la que lo puso en su patio, para que los niños no tuviesen que verlo. Al día siguiente, una camioneta vino a llevarse al muerto. Nadie hizo más preguntas.

“Lo que no queremos es que nos involucren con lo que sea que está sucediendo”, dice el alcalde Virgilio. “Nosotros no queremos a Sendero, ellos degollaron a mi papá como un carnero. Y aunque el resentimiento quede por todo lo que pasó con las Fuerzas Armadas, queremos que venga una base militar aquí, porque ni nuestros ronderos tienen armas para defendernos”.

Desde el miércoles llegó una patrulla del Ejército enviada desde la base Los Cabitos, en Huanta. “Venimos por orden del presidente de la República para que los tíos no les hagan daño”, dice un militar al alcalde, quien, aunque atento, lo mira con cierta desconfianza. Las heridas aún no han cerrado.

EL LUTO ETERNO Sergio Condoray vive en Huanta más por miedo que por convicción. Le duele volver a Putis. Lo hace porque ahí viven los pocos familiares que le quedan. En diciembre de 1984, los militares mataron a 60 de sus familiares, entre ellos sus padres y hermanos, a quienes antes hicieron cavar su fosa en la escuela diciéndoles que era una piscigranja. Los mataron en fila. Así, están enterrados en el cementerio que les adecuaron hace 4 años.

“Somos las sobras de lo que ha pasado”, dice Sergio. Huérfanos del Estado, los pobladores de Putis quieren apoyo para salir de la miseria en la que Sendero los metió. Aunque de ellos no hayan recibido ni las disculpas. “Ya llegará”, cree Sergio.

En la entrada de ese cementerio sin puerta y con nichos devorados por el ichu, una placa firmada por Ollanta Humala reza: “El Estado nunca más dejará a sus hijos solos”. Las últimas letras han sido borradas por la lluvia. En medio de esa soledad que es la muerte sin sentido, Sergio recuerda que Humala nunca ha pisado este lugar.

Mira aquí el informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación