Fue una tarde después del colegio, en la casa de mi mejor amiga. Encaramadas en el último piso, en esa habitación cuyo propósito nunca entendí: mitad sala, mitad campo de batalla. Un confesionario amplio plagado de chucherías, que es lo más parecido a la mente humana que alguna vez he visto: cientos de artefactos diversos y apilados, nada combinaba con nada, la mayor parte de lo que habitaba ahí tenía valor solo para quien lo guardaba.
Un cuarto invadido por artilugios que nadie sabe dónde poner, que ya no tienen lugar en el presente, pero de los cuales nos incomoda despedirnos, así que los mantenemos en un pasado cercano, en el espejo retrovisor del día a día. Un espacio colmado de cosas que existen y que tienen un nombre y un dueño y que, al mismo tiempo, nadie reclama y pocos recuerdan.
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A su vez, esta azotea, esta cabeza edificada que parecía guardarlo todo, no se sentía atestada. En el medio tenía una especie de pista de baile, de escenario como un hueco donde siempre parecía faltar algo. Ahí ensayábamos las rutinas de danza para el colegio; ahí también, escondidas detrás del mueble de caoba negro donde estaba la porcelana de la abuela, nos refugiábamos, teléfono en mano, y llamábamos a chicos de la clase solo para colgar a penas contestaran.
No íbamos seguido a ese lugar. A su madre no le gustaba que estuviéramos ahí, y ahora que he sumado años, lo entiendo. No quieres a la gente rebuscando entre los recuerdos, porque es llamar a los fantasmas. En esa época estábamos obsesionadas con jugar la ouija. Con el tiempo entiendes que no hay ouija más peligrosa que la de la memoria.
Había algo distinto con ella, desde el principio. Las amigas de infancia son un libro abierto, son una calle que has recorrido decenas de veces, contando los pasos, saltando las líneas del pavimento. Les conoces los colores, las grietas. Sabes poco a los 13 años, pero sabes de tu mejor amiga. Mientras escarbaba el copón de helado tricolor, algo no cuadraba en su siempre clara imagen. Había ruido, estática. Algo con la manera en que movía sus manos. Un temblor incipiente en su labio inferior, unas notas de brillantina en los ojos que los mostraban más vidriosos, como si pudiera estirar mi brazo y sacarlos como canicas.
“¿Pasa algo?”.
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Sin contestar, se levanta como un resorte y se acerca a la pequeña ventana que mira a la calle y a la puerta de entrada de la casa. El auto de su madre tose y se activa la alarma de la puerta eléctrica del garaje. Como un ladrón entrenado esperando el momento preciso para irrumpir, camina hacia la entrada de la azotea y coloca el seguro con suma delicadeza. El sonido que hace es invisible, pero estoy tan tensa que a mis oídos llega retumbando.
“¿Me vas a decir qué pasa?”, pregunto, renunciando a mi coolness y rindiéndome ante el fracaso de mi poder deductivo.
Se mueve hacia una de las repisas del fondo y agarra un cofre metálico, que se asemeja a un joyero y que perfectamente podría haber sido encontrado en una tumba egipcia: no parece haber sido abierto en siglos. Lo trae hasta mí y por primera vez se le completa la sonrisa. Lo abre y revela el botín: un cigarro blanco un tanto aplastado, marca Hamilton, y un encendedor verde. Me lo da y anuncia en tono de invitación:
“Ya sé fumar”.
“Miramos el mundo una sola vez, en la infancia. El resto es memoria”, dijo Louise Glück. ¿Cuándo se acaba la infancia? ¿Cuando se aspira la última bocanada de aire puro y de ahí todo pasa a ser humo reciclado? ¿Es después de la primera borrachera, experiencia sexual, ruptura de corazón? ¿Es durante el primer viaje sola o después de poner contra la luz a tus padres y notar las grietas? ¿Es después de perder a alguien?
Tal vez es una acumulación de todo esto: de primeras veces, transiciones, experimentos; de empezar a llenar de pesados artilugios el lugar donde antes jugábamos.
Majo Osorio en Twitter @soltracodiciada