Veo a Alejandro Toledo en la pantalla: lleva la melena salpicada de canas, unas ojeras de mal sueño que ya ningún bótox conseguirá disimular, y las palmas de las manos juntas, como si le rezara a un Dios sordo que se hubiera olvidado de él. Lo veo escuchar la sentencia que lo condena a pasar los próximos veinte años en la cárcel y parece mentira que se trate del mismo hombre que alguna vez fue erigido como el líder de lo que muchos peruanos convenimos en denominar ‘la recuperación de la democracia’.
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Su caso está muy lejos de darme pena. Lo que tengo es rabia. Aún trajinado por las cirugías, el rostro de Toledo me remite al año 2000, a la Marcha de los Cuatros Suyos, a los muertos del Banco de la Nación, a esa gesta que emprendió el país entero para terminar de tumbarse la dictadura de Fujimori. Y, claro, vacío el sillón de Palacio de Gobierno, necesitábamos entronizar a alguien, alguien de preferencia sin pasado político que llegara para conducirnos por el sendero de la modernidad. Y ahí estaba él, a la hora correcta en el lugar correcto, con la vincha roja, la camisa remangada, afilando hasta la saciedad la narrativa con la que lo conocería el mundo entero: el muchacho provinciano que llegó hasta Standford, el outsider que a los cincuentaicinco años estaba listo para convertirse en el primer mandatario indígena de un país que se encontraba en la lona, derribado por el nocaut de la corrupción. Y sí, se convirtió en presidente; es decir, lo convertimos y, durante mucho tiempo, a pesar de que el sujeto daba palmarias demostraciones de que el cargo le bailaba como hula-hula, pasamos por agua tibia sus excesos: las borracheras con etiqueta azul, la hora Cabana, las noches de putas, el affaire con la escolta, la negación de su hija, los viajecitos a Punta Sal, la mitomanía. Gracias a él, los cómicos que lo imitaban en la televisión atravesaron una inolvidable primavera laboral. Tendríamos que haber promovido todos al unísono su vacancia por incapacidad moral, pero nos ahorramos la protesta masiva en nombre de ‘la recuperación de la democracia’. Luego llegaron denuncias serísimas en las que defenderlo ya era un despropósito: los sobornos de Bavaria a su abogado personal; la dudosa concesión a una empresa sin fondos, propiedad de un hermano suyo, para prestar servicio de telefonía fija en Lima y Callao; las cuentas de su esposa, Eliane Karp, donde aparecían montos millonarios supuestamente depositados por consultorías poco transparentes; etcétera.
Mucho antes de que los peruanos supiésemos lo de Odebrecht y Ecoteva, ya Toledo reunía todas las condiciones para ser un requisitoriado. Por eso ahora que finalmente está sentado en el banquillo de los acusados –después de un severo proceso de extradición autorizado por la justicia estadounidense–, vuelve a reavivarse en el pecho la indignación por la oportunidad de institucionalizar el país que este tipo despilfarró tan groseramente. Contaba con el capital simbólico, se rodeó de profesionales competentes, recibió el apoyo general, la comunidad internacional lo engreía, pero nada de eso bastó para enderezarlo. Y no olvidemos que le tocó recibir un documento tan decisivo como el informe de la Comisión de la Verdad para, casi enseguida, encarpetar sus recomendaciones.
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Al enriquecerse ilícitamente y rodearse de toda aquella frivolidad, Toledo estafó a una generación de peruanos que, aún sin haber despertado del todo de la pesadilla fuji-montesinista, abrazamos con fervor la idea, o más bien la fábula de la recuperación de la democracia. Y marchamos orgullosos por el centro, y lavamos la bandera creyendo que le quitábamos la mugre al país; e hicimos patrióticos juramentos privados y públicos asegurando que nunca más volveríamos a tropezar con la misma piedra, y que con el Cholo Sagrado nos iríamos para arriba. Si hasta da vergüenza tanto candor.
Pero ojo que esta no es una historia del malo que oprime a los buenos. Toledo se aprovechó de la gente, pero también mucha gente se aprovechó de Toledo para hacerse un lugar en el escenario de la siempre generosa política nacional.
Hoy sabemos que la democracia no se recuperó nunca, pero es gracias a los escombros democráticos que quedan que Toledo ha podido ser juzgado y sentenciado. Cuando sea libre otra vez, tendrá 97 años. Quizá ya no recuerde ni cómo se llama. Nosotros, en cambio, nunca lo olvidaremos.