“Dile a tus amigas lo que sientes”, me aconsejaba Cecilia porque llegué llorando a nuestro almuerzo. Sí, soy extrasensible.
Me venía cuestionado desde hacía unas semanas, meses, años, sobre mis amigas, nuestra relación, nuestras dinámicas, nuestro pasado, nuestra vida.
Sin flexibilidad ante el cambio, me he preguntado qué ha pasado entre nosotras para yo sentir lo que siento, específicamente con algunas de ellas: que soy prescindible en sus vidas, que no me necesitan y que, de no ser yo quien les escribe o busca, jamás las vería.
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“Ay, Lore, pero eso sentimos todas. Yo también lo he sentido con mis amigas: es un sentir común y por eso es importante que se lo transmitas”, me insistía Ceci en su intento por consolar mi pena. Pero no, yo no tengo esa valentía, jamás he sido de comunicar oralmente lo que siento, las palabras escritas me funcionan mejor. Cuando tengo que ‘decir’ algo, lo escribo.
Durante un tiempo pensé que era yo la que tenía que cambiar sus expectativas –total, uno no es responsable de lo que los demás sienten o piensan– y que era yo la que tenía que mejorar en ese aspecto. Dar sin esperar, dar por dar, aceptar las cosas como eran, y ser yo quien llame sin problemas o las busque cuando las quiero ver o las necesite. Pero terminaba engañándome porque siempre esperaba del otro lado lo mismo; las ganas de las demás por verme, el que necesiten llamarme a contarme sus cosas. No, no tengo mucho de eso
Me he preguntando también si, quizá, me he estancado en el pasado buscando formas que ya mutaron, sin acostumbrarme a lo nuevo. Quizá, también he pensado, mi apego a esas relaciones de antes no me deje ver que lo actual es lo que es y que resistirme solo me genera más pena. Quizás esas amigas ya no son tan mis amigas (¿la verdadera amistad se acaba?) o quizá todo esto es una consecuencia de cómo he llevado yo mis relaciones. Quizá fui egoísta, quizá fui torpe, quizá fui una mala amiga o quizá solo me falta tener el coraje para decirle a quien le tenga que decir lo que siento y he sentido. Porque si hay algo que es muy cierto es que uno no puede pretender que el otro le lea la mente para que así, finalmente, pueda entender lo que el otro está pensando y sintiendo. ¿Cuántos de nosotros y cuántas veces hemos asumido cosas por error o por omisión? ¿Cuántos esperamos que el otro actúe por intuición? Yo, una y mil veces.
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Hace algunos años, por ejemplo, fui a visitar a una amiga muy querida de la infancia que ya no vive en Perú. Cuando volví, se me ocurrió escribir sobre ella, sin pedirle permiso, y contar su historia en este mismo espacio. Una vez publicada la columna, yo muy emocionada pensaba que mi amiga me escribiría feliz y agradecida, por el que yo pensaba era un homenaje a su persona. Le escribí por WhastApp y jamás me contestó. Pasaron los días y seguía en silencio, así detecté que algo estaba mal y le había molestado. Se tardó varios días en contestarme y en reclamarme por haberme tomado la libertad de escribir sobre ella sin preguntarle si quería que el mundo supiera de su historia. Yo, emocionada, esperaba sus “gracias”, pero por el contrario me ubicó: “No todo el mundo quiere que su vida sea pública como la tuya, Lorena”, me dijo con total derecho sobre la violación a su intimidad.
Me sentí avergonzada y acepté mi error, y en cierto modo me alegré de haberle insistido y preguntado y no dejar que su silencio hablara y nos distanciara aún más.
Dile a tus amigas lo que sientes o escríbeles, pero diles. Así que, Ceci: allá voy. //