Los peruanos nos entregamos a algunas palabras, algunas frases y a sus respectivos silencios para explicar el mundo. También para consolarnos y para enarbolar ese bien tan raro: la esperanza. Decimos que las cosas serán “como Dios quiera” basados en la confianza de que “Dios es peruano”. Lo hacemos porque creemos en el destino o en un destino divino y que además, abusando de nuestra confianza, ese destino puede sernos favorable.
Esta confianza seguramente se debe a que es una reacción a tanta desgracia. Sin embargo, palabras como ‘chambaza’, ‘un chambón’ o ‘una chambonada’ revelan que también creemos o valoramos el buen o mal trabajo que nos toca hacer.
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Así, viviendo entre la vocación por el trabajo y la esperanza en el destino, seguimos adelante cada día, trabajando mucho aunque sin mucha planificación y pensando raras veces en un futuro distante. Será porque no tenemos una concepción grandiosa del tiempo ni tampoco del espacio, algo raro en un país que fue cuna de varios imperios. A lo largo de los siglos nos hemos reducido. Es por eso que nuestro mundo se divide en ‘ratitos’, ‘cositas’ y otros diminutivos. “¿No tendrás un tiempito para vernos?”, “¿No quieres tomar un cafecito?” son palabras usuales que me recuerdan a una señora que trabajaba en mi casa y que nombraba a las cosas con la palabra ‘estito’. Rezarle a Diosito es una marca del mismo tema. Y sin embargo, el diminutivo también expresa algo que los diccionarios no recogen. No es una definición de los tamaños sino una expresión de los afectos. Así llamamos a nuestros amigos, a los que queremos con un diminutivo: ‘Pepito’, ‘Teresita’, ‘hijito’ o ‘hijita’ para recaer en el diminutivo más tierno y huachafo de todos: ‘mamacita linda’, por no hablar de la muletilla preferida por los mafiosos de los audios, ‘hermanito’. El Perú es un país barroco de nacimiento.
El mundo puede ser pequeño y afectuoso aunque los placeres y las dificultades sean grandes. Una dificultad puede ser un ‘problemón’ o ‘una galleta’. Pero los peruanos mostramos nuestro deseo oculto, nuestra debilidad fundamental de la gastronomía en el modo como las frutas y verduras nos sirven para definir el mundo. Si la mala suerte se define como ‘piña’, lo difícil como ‘yuca’ y lo fácil como ‘papaya’, es porque hemos encontrado el espejo de los sabores y olores como nuestra manera de medir nuestras relaciones con el universo. Estar tristes o ansiosos quiere decir que estamos ‘palteados’ y si algo es confuso alguna vez lo definimos como ‘un arroz con mango’. Estar perdido es estar como ‘un huevo en cebiche’ y ser una persona amable o débil es definirse como ‘una mantequilla’ o ‘bueno como el pan’. El mundo tal como lo vemos es un plato definido en la cocina de nuestro paladar existencial.
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El inglés se ha metido en palabras como ‘broder’, ‘mouse’, ‘click’ y otras que acortan el tiempo a nuestra medida. Sentimentales, barrocos, dulzones, muchas amigas y amigos se llaman ‘bebe’ o ‘baby’.
Pero el quechua también está presente con expresiones como ‘calato’, que tiene sonidos más fuertes que ‘desnudo’. Un calato parece tener menos ropa que un desnudo, por la fuerza de sus vocales abiertas. Otras palabras quechuas como ‘cancha’, ‘guagua’, ‘huacho’ nos definen la verdad con más fuerza que el castellano. Palabras de origen africano como ‘taba’ por ‘zapato’, ‘mucama’, ‘mochila’ y ‘tango’ (sí, el género musical argentino) nos enriquecen al mismo tiempo con su sonoridad.
Hay una expresión que ha ganado una enorme popularidad en los últimos años. La idea de ‘pasar factura’, como un castigo físico o psicológico por algún error cometido. Vemos las derrotas de la vida como una transacción comercial mal hecha. Si hemos gastado mucho, tenemos que pagar. Las palabras que usamos nos reflejan. Palabras que expresan afectos, recuerdan alimentos o revelan nuestra aptitud en los negocios. Somos ‘chamberos’ pero no organizados, ‘picones’ pero no vengativos. ‘Estamos en Babia’,’en la luna’o’en la luna de Paita’, frente a nuestra historia, nuestro presente. El lenguaje revela que estamos desconcertados, en permanente estado de confusión. Somos ignorantes porque ‘estamos en la calle’ o en ‘la Cayetano’. Si algo es bueno decimos que es ‘brutal’ o ‘bestial’. El bien y el mal, después de tantos avatares, son intercambiables. Pero definimos al bien como un mal y allí está el elogio, ‘mostro’.
Nuestra relación con las palabras seguirá cambiando. Siempre habrá alguna palabra nueva a la que encomendarse.
En este bicentenario tendremos que inventar otras nuevas, para seguir tirando, aunque sea. Con tal que no se arme un ‘chongo’ como el que algunos cocinan, podremos seguir llevando la fiesta del bicentenario en paz. Todo dependerá de que consideremos a los demás compatriotas como ‘causas’, ‘bros’, ‘cumpas’, hermanos del alma. Ya es hora, en el ‘tono’ o la ‘jarana’ de los doscientos años. //