Pienso en que muy pronto cumpliremos un año de estar encerrados. No solo impedidos de salir de casa, cruzar fronteras, vernos y tocarnos con la vieja despreocupación de antes (¿cuándo era antes exactamente?), sino impedidos de trazar planes, de vislumbrar el porvenir. Entre ese pasado cada día más remoto y el futuro cada quince días más inalcanzable, solo queda ocupar este limbo donde especulamos con lo que tal vez ya no sucederá.
Pienso en la esperanza que llegó junto con las vacunas y que se vio rápidamente empañada por la angurria de quienes se inmunizaron a escondidas. Era Kant quien sostenía que el hombre moral sabe que el más alto de los bienes no es la vida sino la conservación de la dignidad. Los vacunados VIP lo entendieron al revés: por conservar la vida, sacrificaron la dignidad.
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Pienso en que los responsables mayores de este escándalo siguen pasando peligrosamente inadvertidos. Pienso en los alumnos y ex alumnos de la Cayetano Heredia, que no dejan de frotarse los ojos de incredulidad, ya no solo por la decepcionante actuación de quienes eran hasta hace poco sus profesores más admirados, sino por la falta de transparencia de su alma máter, que además de poner en riesgo el prestigio que la institución mantiene desde sus inicios, agrede la memoria de su fundador, Honorio Delgado. No por azar, en 1961, Delgado eligió esta frase bíblica para inaugurar la universidad: “Spirit ubi vult spirat”. El espíritu donde quiere, se infunde. ¿Qué han hecho con ese espíritu las actuales autoridades de Cayetano?
Pienso en el nombre del programa web que hago ahora junto a Josefina Townsend, “Sálvese quien pueda”. Al inicio nos pareció algo temerario, pero ha terminado calzando a la perfección con el principio aplicado por los beneficiados del ‘Vacunagate’. Se salvaron porque podían. Pienso en esa frase anónima que dice: “En los tiempos de paz actuamos como quisiéramos ser; pero en los tiempos de guerra actuamos como realmente somos». En esta guerra contra el virus, vemos quién es quién.
Pienso en lo que el viernes pasado afirmó César Hildebrandt en ese mismo programa: “El Perú es un país por hacerse”. Es una imagen durísima. La imagen de un país inacabado, incompleto. Un país acaso destinado a quedar inconcluso, como una edificación cuyos muros, desde hace doscientos años, se levantan por el día y derriban por la noche. Un país inhabitable o solo habitable para algunos. Un país “por hacerse” porque nadie lo ha hecho todavía. Porque para hacerlo primero hay que soñarlo, y no hay –al menos entre los candidatos a la presidencia– alguien capaz de urdir ese sueño.
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Pienso en las elecciones que se avecinan. Pienso en que esta vez no podré viajar a Lima para votar. Pienso en que no sé por quién votar. Y pienso que a la gran mayoría de la población, expuesta a la pandemia, angustiada por la falta del oxígeno, cercada por delincuentes y sicarios, traicionada por mentirosos, esta campaña sin novedad debe importarle un soberano pepino.
Pienso en la muerte que nos acecha. Pienso en amigos alcanzados por el Covid que acaban de partir, como los periodistas Ítalo Villarreal y Tomás Ágreda. Pienso en mi querida amiga R, que vive en Nueva Zelanda, cuya madre acaba de fallecer en Lima después de pasar varios días en cuidados intermedios. Pienso en el vuelo transoceánico que no podrá tomar para acompañar a sus hermanos en el funeral. Pienso que nadie merece eso: no poder despedirse de sus muertos más queridos. Y pienso, desde luego, en mi madre, que anda, como todos, con el ánimo por los suelos, harta de cuidarse y ver cómo otros se descuidan.
Por estos días parece natural andar así, virado, revuelto, confuso. En la cabeza los pensamientos van y vuelven sin darse tregua, sin orden posible, como si dentro de una casa los habitantes comenzaran a tropezarse en los ambientes comunes. El caos es exterior e interior. Y toca apretar los dientes, porque el final, si es que puede llamársele así, sigue estando lejos. //