Sea por hambre, dolor de barriga o por tener el pañal embarrado, cuando Emilia rompe a llorar, la cojo en brazos, me tumbo con ella en la mecedora y le canto para calmarla. Curiosamente, lo que me sale del cerebro, los pulmones y cuerdas vocales no son mis temas favoritos, los que tengo enlistados en Spotify. No me salen los Beatles, ni Bruce Springsteen, ni The Police ni Charly García. No me sale rock. Ni pop. Ni en inglés ni en español. Lo que me sale, por acto reflejo, es un repertorio de canciones que creía olvidadas o que, en todo caso, no sabía que aún recordaba y que estaban ahí, en algún escondite de la memoria, como aparatos viejos en el rincón de un desván, a la espera de que alguien los devuelva a la vida.
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Abro la boca y surgen temas que de niño me conmovían o aliviaban, ya sea porque las tarareaba mi madre, o porque se oían en las reuniones familiares o porque sonaban en el Chevrolet azul de mi papá; temas que normalmente no me siento en necesidad de cantar, como Una vez un ruiseñor, de Joselito, Moon River de Frank Sinatra, tonadas de zarzuelas clásicas o melodías de la orquesta de Ray Conniff.
No recuerdo que con Julieta, mi primera hija, haya sido así.
En un segundo rubro figuran las canciones religiosas. No me pregunten cómo ni por qué. Quizá mi psicoanalista podría explicar la peligrosa facilidad con que aparecen en mis labios esas baladas de misa, desde Pescador de Hombres hasta Saber que Vendrás (con la melodía de Blowin in the Wind, de Bob Dylan).
Una tercera división corresponde a éxitos del cancionero hispanoamericano del siglo veinte: Payaso, de José José; No me vuelvo a enamorar, de Julio Iglesias; Toda la luz del cielo, de Guillermo Dávila; Un beso y una flor, de Nino Bravo. Se nota que de chico dejé encendida la radio demasiadas noches en estaciones como RBC o Radio A. Lo peor es que esos temas aparecen sin que yo los evoque conscientemente, casi contra mi voluntad. La otra noche, con Emilia en brazos, tratando de inducirla al sueño, quise cantarle una de los Carpenters y me salió una de Pimpinela.
«¿Por qué le cantas esas canciones tan tristes?», me regaña mi esposa cada vez que me descubre en esos conciertos a capela. Y añade, desencantada: «¿No te sabes ninguna de la Miss Rossi?». Pero no son sus comentarios los que más me preocupan, sino los de la propia Emilia. Me refiero a los comentarios mudos que denotan sus miradas inquisitivas, como si objetara la entonación melosa de esos coros nostálgicos. Yo la miro de vuelta tratando de penetrar en su cerebro de miniatura e imaginar lo que diría si pudiera articular un lenguaje. Y entonces, como en un acto de magia, se prefigura en el aire, como un soplido, la frase que ella dispararía si pudiese hablar. Ahí están las palabras de mi hija. Cinco palabras evanescentes, difusas como el humo, ordenándose en la oscuridad para decirme:
«Por favor, papá, ya cállate».
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