La imagen que me hizo comprender para siempre el significado de Maradona la tengo desde el 10 de noviembre de 2001. Un abuelo, un hijo y un nieto con las camisetas de Boca, el Nápoli y la selección argentina caminando juntos hacia La Bombonera en el partido de despedida del Diego. Al verlos entendí que solo puede merecer gratitud alguien capaz de darle a varias generaciones la misma alegría compartida. Esa tarde compré el banderín que me acompaña, inamovible, en el escritorio: su rostro y la frase “Algún día le dirás a tus nietos que lo viste jugar”.
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Su obra maravillosa, irrepetible, llena de inventiva y fortaleza está registrada en su paso por las canchas profesionales desde su adolescencia. Brilló con luz intensa en un tiempo en que los árbitros eran cómplices de los malvados, y él, como los héroes de las epopeyas, se ponía de pie después de cada demoledor trancazo que hoy se sancionaría con condena perpetua. En esas canchas hostiles entregó magia a cambio de golpes. En los años que vienen, cada vez que nazca un niño y un día pregunte ¿Qué es el fútbol?, bastará con ponerle un video de Diego Armando Maradona para que descubra con asombro ese juego planetario.
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En su tormentosa vida pasó de la maravilla a la sombra más oscura. Y le dio argumento a muchos para juzgarlo y expresarle desprecio. He tenido discusiones ásperas con aquellos que lo juzgan por sus yerros. Sí, es cierto, no fueron pocos, tampoco sutiles. Para zanjar esas discusiones he usado siempre esta respuesta que la leí no sé dónde: “Escuche qué bien suena: Miguel Ángel, Gaudí, Stravinsky y Maradona; mal que le pese es así”. Podrán decir lo que quieran sobre él, pero siempre seremos simples mortales ante un inmortal. //