Desde 1986 la capital de Argentina no es Buenos Aires, es Diego Armando Maradona. Tal reordenamiento no implicó una disposición geográfica ni política, sino espiritual. Por ende, no está reconocida en mapa alguno. Corresponde a una cartografía impalpable autodefinida por la religión pagana del fútbol.
Durante largo tiempo la capital de Argentina fue Carlos Gardel. Luego le tocó a Evita, a Borges, y tal vez de manera mas acotada, al propio Gustavo Cerati. Pero ahora mismo, en este año cruel y miserable hasta su último día, Maradona es el centro inmóvil de la argentinidad. Y por añadidura es centro del fútbol, extensión global refrendada en los seis kilos que pesa la Copa del Mundo que levantó en México 86.
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La Mano de Dios tuvo un bíblico impacto terrenal. Cobrarle al imperio británico una guerra, sus muertes y sus moscas, burlando las reglas de un deporte inventado por ellos mismos, supuso una justicia poética al alcance del choripán. Magia en chimpunes.
Luego de aquel pecado patriota vino ese segundo gol, el barrilete cósmico. Una coreografía sin guion que condensaba la belleza sublime que tiene el futbol cuando es bien jugado. Ese es el gol de goles. El apaga y vámonos. La firma genética de alguien que quería ganar a toda costa, por las buenas o por las malas.
Su vida fuera de la cancha, tal como la del marinero en tierra firme, fue un caos perfecto. El más argentino de los argentinos era avasallador, explosivo, y temperamental a la porteña potencia. Era excesivamente amoroso con los que quería y tóxicamente visceral con los enemigos. Su polaridad era tributaria de Villa Fiorito, donde villa es eufemismo de barriada. De jugar al fútbol con la barriga vacía llegó al estrellato global, donde acabó jugando – temerariamente- con la nariz llena.
Su lista de escándalos y excesos es larga y sustanciosa; un deleite para aquellos a quienes coleccionar caídas ajenas les haga felices.
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Al fin y al cabo, Dios era un lóbrego mamífero. La decadencia se enseñoreó con él, regodeándose en la imposibilidad de regresar a la cúspide de la que había caído dividido en dos: el futbolista genial y el adicto autodestructivo. Pobre del padre que delegue la crianza de sus hijos en un jugador de futbol. Soy ejemplo de nada, decía él mismo. Estaba en lo cierto y equivocado al mismo tiempo.
No se sorprendan que el mundo llore a un señor que pateaba pelotas. Hacía de esa banalidad una proeza estética y un acto genial, que deleitaban el espíritu y fortalecían los corazones pues ostentaban la tenacidad volcánica de alguien que odiaba la tibieza. Ni en la cancha ni en la vida el pecho frío se hace querer.
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La única enseñanza en manos de un futbolista reside en demostrar que la felicidad no es una empresa agreste y costosa que solo se paga con el alma. Es comprobar que esta puede tener una forma rabiosa, callejera, y ser tan sencilla como pisar un balón con carácter. Convertir un juego en alegría ajena. Nadie como Diego Armando para eso. //