Martes 2 de agosto. He pasado toda la noche revisando los mails donde coordinábamos el viaje que hicimos a Huánuco en agosto de 2012, diez años atrás. Nuestro viaje a la semilla. Ya tenías 82, pero aún estabas fuerte, lleno de entusiasmo, así que te subiste al avión dispuesto a pasar una semana a dos mil metros de altura sobre el nivel del mar. Nos hospedamos en casa de un compañero tuyo del colegio y durante varios días recorrimos de arriba abajo el pueblo de Huácar, donde todo empezó en 1820. Descubrimos muchas cosas de nuestros antepasados, de nosotros mismos, y regresamos a Lima deseosos de ahondar en los puntos ciegos de la historia familiar.
Fue un honor compartir contigo aquellas pesquisas: las indagaciones en el archivo del Arzobispado revisando cientos de partidas de bautismo, los recorridos por el Presbítero Maestro para limpiar las tumbas de los tatarabuelos y descifrar sus emblemas; las reuniones nocturnas donde, al calor de unos whiskies sin hielo, especulábamos con las vidas de esos hombres y mujeres del siglo dieciocho y diecinueve, y discutíamos vivamente qué hacer con tales hallazgos que considerábamos de trascendencia nacional, aunque probablemente solo nos importaran a los dos.
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Fue gracias a esa investigación que dejamos de ser tío y sobrino para volvernos amigos: una inversión de roles que agradecí porque me permitió conocerte de verdad y quererte con conocimiento de causa. Fuiste el único que se atrevió a revelarme los secretos de nuestro apellido; el que atesoró cartas, fotografías, primeras ediciones; el que se obsesionó con examinar hasta la rama más pequeña del intrincado árbol genealógico de los Cisneros; el que organizaba, a veces sin tener un mango, esos almuerzos multitudinarios llenos de parientes que ignoraban por completo el enigmático origen de su nombre.
Durante décadas te miré tan solo como el menudo tío Chalo. El cuarto de los seis hermanos de mi padre. El de risa adolescente, el mujeriego, con diferencia el más renegón. El ingeniero civil que trabajó largas temporadas en Chimbote y Huallanca. El viudo de Charito, el esposo de Norma, el padre de siete de mis primos más queridos. El memorioso imbatible, el historiador aficionado capaz de resolver en segundos la menor polémica sin recurrir a la enciclopedia. Después de que muriera la Mamina nos abriste generosamente tus puertas para celebrar las fechas emblemáticas: primero en la casa de Santa Cruz, luego la de Colón, la de Loyola y, al final, en la del pasaje María Luisa de Barranco. En todas esas casas crecimos viéndote junto a los demás tíos, escuchándolos narrar las anécdotas del exilio del abuelo en Buenos Aires, recitar los poemas de Luis Fernán y Luis Benjamín, para acabar abrazados, ebrios, más compinches que hermanos, cantando el clásico repertorio de tangos, valses y rancheras. Ni ustedes ni nosotros éramos conscientes de que a lo largo de esas tardes fueron legándonos, poco a poco, un patrimonio que, siempre lo supimos, nos iba a quedar grande.
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Eras el último Cisneros Vizquerra que quedaba en pie. Sobreviviste a la desaparición de todos tus hermanos, a la muerte de tu primera esposa, incluso a la de tu hijo Pepe. Regresaste dos veces de cuidados intensivos tras contagiarte de covid. Encima te diste el lujo de cumplir 92 en mayo y ese mismo día cargar en brazos a tu cuarta bisnieta. Sabíamos que te llegaría el turno, pero nos diste razones para sospecharte inmortal, o al menos para creer que batirías nuestros récords de longevidad.
Es innegable que tu partida marca la culminación de un ciclo. El fin de una época. “Ha cerrado la puerta y apagado la luz”, me dijo mi hermana tras comunicarme por teléfono la noticia de tu fallecimiento. Coincido en la metáfora, aunque quisiera pensar que la puerta, más que cerrada, quedará entreabierta para que los mayores podamos entrever en esa oscuridad hasta que nos acostumbremos a llevar el peso de la herencia. Hasta siempre, Chalo. Volver a Lima ya no será lo mismo.//