La meritocracia en el Perú es un artilugio que sirve de excusa para ocultar las patentes desigualdades de nuestra patria. No somos una sociedad de iguales, donde el mérito es cosecha propia del esfuerzo de cada ciudadano. Y tampoco estamos trabajando lo suficiente para allanar el acceso a igualdad de oportunidades para todos. En el Perú del bicentenario hay dos enfermedades que se nutren vorazmente de nuestros abismos sociales y lastran nuestras oportunidades de convertirnos en un mejor país: el argollismo y el centralismo.
Llamamos argollismo a la cultura popular de la defensa de la argolla. Y no denunciamos solo a la argolla, sino al argollismo como movimiento, ese que celebra la obtención de favores para un grupo de privilegiados. El argollismo justifica desacatar leyes, saltearse procedimientos y beneficiarse de favores indebidos gracias a que se forma parte de un mismo cogollo. Para los defensores del argollismo, todos estamos acostumbrados a que esa sea la manera normal de vivir en nuestra comunidad política. “El que puede, puede” es el lema del argollismo. Una especie de darwinismo ciudadano que en el Perú es cierto como el día que sigue a la noche. En este país, donde el Estado te abandona a tu suerte persiguiendo balones de oxígeno, ese darwinismo ciudadano termina siendo una ideología que la realidad te impone. Si no perteneces a la argolla, es más difícil hasta sobrevivir. Como lo recordaba Paolo Sosa, la argolla es una institución cuya solidez ya quisieran tener otras como nuestra Constitución. El argollismo es nuestro pecado capital, convive con otros parientes cercanos como el racismo y el segregacionismo. Y aunque hay argollismo en todo el mundo, el peruano es ostentoso. No le basta con el privilegio, lo presume. No sabes con quién te has metido. ¿Sabes quién es mi papá? Mañana mismo te quedas sin chamba. Aló, general, mire, tengo un problemita aquí con un oficial de la policía, disculpe, ¿cuál es su nombre para avisarle al general?
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Pero nuestro argollismo extiende su influjo desde muy temprano. Comienza en algunos colegios y luego pasa a perpetuarse por las universidades, terminado de llegar después a los centros laborales que solo contratan al personal egresado de ciertas universidades. Si te cupo la fortuna de estudiar en aquellos colegios, pudiendo tener acceso a ciertos exámenes y certificaciones internacionales, eres un privilegiado. El argollismo educativo ocurre en todo el planeta como lo ha descrito bien el profesor Michael Sandel en su último libro, instaurando lo que ha llamado la tiranía del mérito. Pero hay algo que hace más sectario al argollismo peruano, su carácter militantemente centralista. Los colegios y universidades de élite están concentradas en una ciudad: Lima. Si estudiaste en algunos colegios y universidades limeñas, tu oportunidad de acceder a mejores trabajos e incluso a mejores oportunidades de estudiar fuera del país y de conseguir un mejor crédito educativo u obtener becas es estratosféricamente superior, comparada con la posibilidad de obtenerlos si vienes de alguna universidad del resto de regiones del país.
El mito meritocrático en el Perú se asienta sobre terreno muy empantanado. Si algunos niños en Azángaro tienen que trepar a un cerro a más de cuatro mil metros de altura para obtener señal telefónica para recibir sus clases, no es porque estén demostrando una rebelión ante la adversidad (que lo hacen), sino que manifiestan un descarnado retrato de nuestras desigualdades sociales. En el Perú, el mito del ‘self-made-man’ se cumple usualmente en Lima. Los provincianos que desean progresar se ven arrojados centrífugamente desde sus regiones hacia la capital, sea por necesidades remunerativas, sea por ambiciones educativas. La fuga de talento humano en regiones es la diáspora más continua que eterniza el dínamo centralista de la patria.
¿Qué Perú deseo hacia el bicentenario? Un Perú sin argollas y descentralizado. Una utopía ciertamente. ¿Por dónde empezar? Una primera respuesta es iniciar por digerir los problemas nacionales desde mayores miradas regionales. Urge apilar miradas regionales que creativamente denuncien los males sociales que enfrentamos. Haber sufrido y tenido que lidiar con estas desigualdades les permite a muchos compatriotas en regiones disputar las interpretaciones limeñas. La argolla y el centralismo también han crecido gracias a la ausencia de estas miradas regionales que puedan desafiar las versiones oficiales de nuestros dramas.
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En general, la ausencia de élites regionales a lo largo de todo el Perú se ha hecho cada vez más evidente. ¿Cabía esperar entonces que un movimiento regional se alzara con la presidencia? En absoluto. Será el primer movimiento regional convertido en partido político nacional en colocar un presidente de la República. En el mundo de la política de regiones, donde no hay reglas escritas y donde muchos señores feudales se disputan territorios como pandillas, creció aquel movimiento regional. La leyenda casi parece insuperable, es el mito prometeico en desarrollo: un maestro de escuela rural que llega a la presidencia apoyado por comunidades campesinas y ronderos. Sin embargo, este proceso de conquista del poder político no tiene ni la genealogía social de los proyectos de tomas de tierras en Cusco, ni los elementos democratizadores del ascenso de nuevas clases políticascampesinascomoocurrió en el siglo XX en Puno. La ausencia de proyectos nacionales concebidos desde nuestras regiones no deja de ser tal, solo con la aparición de Perú Libre.
Un país del tamaño del Perú, con una capital que devora geopolíticamente al resto de regiones, está condenado a recorrer el laberinto de Asterión, y tarde o temprano tendrá que aceptar el hecho cierto de que se enfrentará al minotauro. Es el destino fatal de la promesa de la vida peruana si continuamos sin construir instituciones políticas inclusivas en las regiones. La miopía centralista siempre está llena de excusas y propone la inamovilidad política cuando no, la recentralización. El proceso de descentralización requieremejoras, perotambién reanimación. Si algo demostró el debate de Chota, es que cuando hay voluntad política, siempre se puede. El país del bicentenario no puede dimitir de su aspiración de construir tejidos regionales funcionales que poco a poco nos entreguen un territorio más saludable. No podemos eternizar semejantes fracturas geopolíticas, condenándonos a vivir de sobresalto en sobresalto, para encontrarnos con el minotauro, con la argolla centralista que descuartiza la frágil condición ciudadana. //