Inti Sotelo y Bryan Pintado, los dos jóvenes fallecidos por perdigonazos durante la represión policial a las marchas, eran apenas mayores de edad en el año 2016. Es posible, o no, que en julio de ese año hayan escuchado el saludo patrio que la candidata derrotada en segunda vuelta diera entonces a través de un video. Duraba poco más de un minuto. La susodicha, Keiko Fujimori, lucía extrañamente risueña a pesar del revés electoral.
Ella hacía alusión a la mayoría histórica que había logrado: 73 congresistas. Decía que estaba ante un reto que sabría asumir con responsabilidad, “pensando siempre en el futuro de nuestro país”.
Luego revelaba a qué futuro se refería: Vamos a convertir las propuestas de nuestro plan de gobierno en leyes. Era una amenaza elegante.
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Da igual si Inti y Bryan vieron o no ese video. En los años siguientes la crispación originada en esa negación se tiene que haber cruzado en sus vidas. Tienen que haber oído el deterioro del discurso público y los disloques racionales al servicio del avasallamiento contra quién había tenido la osadía de ganar el voto popular.
Tienen que haberse asqueado por la corrupción de Lava Jato. Tienen que haber visto a PPK atrapado en su propia doblez. Lo vieron renunciar. Vieron a Keiko detenida preventivamente, con el padre preso y el hermano desaforado. Tienen que haber contemplado el fin de una dinastía política con más debe que haber.
Se despertaron un día enterándose que un expresidente se había suicidado. Otro ya estaba en arresto domiciliario y otro detenido junto con su esposa, la parte pensante. Vieron como volvimos al mundial. Vieron como Cueva falló el penal.
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Posiblemente confiaron en Vizcarra. Les puede haber ilusionado el cierre del congreso, pero les debe haber confundido su turbia relación con la verdad. Luego un virus solo empeoró las cosas. Ese era Richard Swing. A eso se le sumó el Covid-19.
Vieron cómo el héroe, ahora caído en la desgracia vulgar de la mentira, era vacado matemáticamente por una coalición de denunciados. Los ágiles aprovechadores de la democracia boba.
Vieron como un presidente del Congreso se atragantaba con el lenguaje mientras juraba como tembleque presidente de la república. Vieron como un primer ministro de otra era mental cambiaba todo para que nada cambie. Vieron que a veces solo queda la calle, ese derecho constitucional, para que te escuchen.
Vieron como a los que marchaban los llamaban terroristas, desempleados, manipulados o simplemente chiquillos aburridos. Les dijeron de todo menos ciudadanos indignados. Después de los perdigonazos no vieron más nada.
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No entiendo por qué protestan, dijo el primer ministro abogado de las universidades truchas. Protestaban precisamente por eso: por el inmenso punto ciego de una clase política obsoleta y atrapada en una maraña de conflictos de intereses. En su idioma: viejos lesbianos.
En los pocos años de vida adulta que les tocó vivir Inti y Bryan vieron que la política peruana era solo un pretexto para la corrupción, la traición, y el tráfico de intereses cruzados. Y al que repudiaba eso le decían terruco.
El discurso de juramentación de Francisco Sagasti fue un retorno a la civilización. Vallejo nos recuerda el país que podríamos ser. Sagasti no solo es un intelectual sólido y articulado, sino -más importante- es un peruano decente. Esos son los que el servicio público reclama. Los demás que se dediquen al bujiazo.
Si ahora se cuenta con alguien competente para retomar el camino de la República se debe en buena parte a las vidas de Inti y de Bryan. Lo triste es que en el Perú los presidentes honorables llegan al cargo por accidentes o por tragedias, no por votos. En cinco meses deberíamos, maldito condicional, revertir esa desgracia circular.