Abraham Jiménez Enoa nació en Cuba a fines de los ochenta, en el corazón de una familia ligada a la revolución. Tan ligada que el jerarca de esa familia, su abuelo paterno, fue guardaespaldas de Fidel. Tan ligada que cuando sus abuelos se casaron el padrino de bodas fue el Che Guevara. El regalo de bodas del Che fue el televisor General Eléctric en el cual Abraham veía dibujos animados de niño. Su padre era militar en actividad, su hermana trabajaba en una dependencia del Estado, igual que su madre. Su casa era un museo de los próceres revolucionarios. Todo indicaba que él también predicaría el evangelio del castrismo. Pero no. Abraham decidió ser periodista. Y para mala suerte de su clan –y para buena suerte del periodismo– decidió ser independiente, algo que en Cuba es una segura condena a la proscripción.
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En la biblioteca de la universidad descubrió los libros de Rodolfo Walsh, de Truman Capote, de Jon Lee Anderson y comprendió que el oficio exigía rigor e imaginación, pero sobre todo honestidad. Empezó a escribir en medios alternativos y a contar la precariedad de la isla, desnudando las mentiras del régimen. Así fue como pasó a convertirse en enemigo público del gobierno. Cuando en 2015 el Internet llegó a Cuba (sí, 2015, no me he equivocado de año) fundó con unos amigos El Estornudo, la primera revista de periodismo narrativo del país. Para entonces agentes del estado ya lo seguían en moto, en auto, tomando nota de cada paso que daba. Y no solo a él, sino a todos aquellos periodistas que, negándose a hacer una obediente propaganda oficialista, intentaban contar las historias de la Cuba subterránea, historias de gente que moría de hambre, de pacientes hacinados en los hospitales, de viejos abandonados y prostitutas enfermas.
De un momento a otro los hostigamientos pasaron a ser más directos contra esos reporteros: les dictaban prisión domiciliaria arbitrariamente, los arrestaban inventándoles delitos, los detenían en calabozos asfixiantes, les intervenían la comunicación privada, tomaban represalias contra sus amigos y familiares. Un día, cuando Abraham ya era colaborador del Washington Post lo detuvieron, lo subieron a un auto de Seguridad del Estado, lo vendaron, lo marearon dando vueltas en U durante quince minutos. Más tarde, en una oficina, lo desnudaron, lo esposaron, lo amenazaron, lo humillaron riéndose de él. Además lo filmaron, unas imágenes que él vería horas después en un noticiero (en el mismo televisor que el Che les obsequió a sus abuelos). Ahí se enteró de que lo acusaban de ser agente de la CIA.
En aquel momento una de las estrategias de represión del gobierno consistía en cancelarle el pasaporte a los opositores activos, mantenerlos prisioneros en la isla. Luego la táctica cambió: de la regulación migratoria se pasó a la expulsión. En 2022, Abraham recibió una llamada: «te damos el pasaporte, pero tienes que salir de inmediato». Apenas tuvo tiempo de despedirse de su familia antes de tomar un vuelo rumbo a España. Hoy vive en Barcelona.
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De las migraciones latinoamericanas, la de los cubanos es más violenta. Ellos no solamente dejan atrás un territorio, también dejan atrás una era. Han vivido por décadas en una burbuja detenida en los albores de la revolución y cuando esa burbuja revienta la sensación es de un profundo desconcierto. Para un cubano, el choque con la modernidad es duro porque nunca la tuvo cerca. Abraham recorrió las calles de Barcelona por primera vez mirando en todas direcciones. Lo asombraban los anuncios publicitarios luminosos, las tiendas con puertas de vidrio que se abren solas, las ciclovías, los Scooter, los patines sin manubrio, el vértigo de la gente yendo y viniendo. De haber estado encerrado por años en un manicomio ahora se sentía perdido en un bosque. Con el paso de los días fueron otras las razones de su turbación: el racismo, la soledad, la añoranza mezclada con rabia.
Abraham narra todas estas peripecias en Aterrizar en el Mundo, su más reciente libro. Tuve la suerte de acompañarlo en la presentación en Madrid, hace unas cuantas noches, y ahí dije lo que digo ahora: la suya es una crónica potente, pero además necesaria, no solo porque describe con brillantez el periplo de un hombre desesperado, sino porque obliga al lector a pensar en cómo se administra el poder en su propia sociedad, y a valorar los derechos ciudadanos que aún puede ejercer. Abraham escapó de los abusos de la dictadura cubana, y ahora los denuncia como corresponde: en voz alta y libertad.