Una tarde reciente mi hija me pidió con insistencia hablarle de dos muñecos que tengo colgados de una pared. Le expliqué, primero, que no eran «muñecos», sino «figuras de acción», luego los identifiqué: el Chief Brody y Matt Hooper, es decir, el jefe de policía y el biólogo de «Tiburón», inolvidables personajes interpretados por los también inolvidables Roy Scheider y Richard Dreyfuss. Enseguida, con temerario tono terrorífico, procedí a contarle la historia del tiburón blanco de ocho metros que atacaba a los bañistas de la costa de Amity Island, despertando el pánico en todo el balneario. Para mi sorpresa, lejos de espantarse con la narración, mi hija se mostró fascinada, a tal punto que me pidió («exigió» sería el término más acorde con la realidad) ver la película juntos. Admito que me sentí tentado. Recordé «Cineclub», la novela donde David Gilmour —el escritor canadiense, no el guitarrista de Pink Floyd— cuenta cómo educó a su hijo sobre la base de películas. «Está bien», le dijo un día, harto de la desidia y malas notas del mocoso, «no irás a clases ni tendrás que buscar trabajo, a cambio solo te pido que veas tres películas semanales conmigo». A partir de ese instante, ambos se pasaron tres años en el sótano —el cineclub— viendo desde «Los cuatrocientos golpes» hasta «El bebe de Rosemary», pasando por «La dolce vita», «El padrino», «Bajos instintos», «Por un puñado de dólares» o «Robocop». También vieron «Tiburón», claro, y Gilmour estableció atinados paralelismos entre la ficción y la realidad tomando como ejemplos a Chief Brody y a Hooper para hablarle a su hijo sobre el coraje, las dudas, la vocación.
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Pensé que podría hacer algo similar con mi hija, pero, claro, el hijo de Gilmour tenía quince años al momento de ese experimento pedagógico; mi hija solo tiene seis y, a pesar de que en 1975 «Tiburón» era apta para el público general, actualmente se desaconseja verla antes de los doce años.
La obstinación de mi niña, sin embargo, fue tal que opté por una salida discutiblemente salomónica: mostrarle el tráiler. Aceptó de buena gana. Durante esos cuatro larguísimos minutos —más largos aún con la trepidante música de John Williams de fondo— vi claramente cómo iban reproduciéndose en su delicado rostro infantil los mismos gestos que componía yo de niño frente a la tele cuando daban «Espectros de medianoche» en canal 2 o «Drácula» en canal 5 y, pese a que temblaba de pánico, me quedaba pegado a la pantalla. Todo indica que mi hija ha heredado esa misma debilidad hacia las pelis de miedo. Cuando el tráiler terminó, su única pregunta fue: «Papi, ¿por qué el tiburón se comió al niño por la mitad y no se lo tragó entero?».
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En los días subsiguientes no hacía más que interrogarme por detalles cada vez más sanguinolentos de la historia; en el cole, asustaba a sus amigas tarareándoles la tétrica tonada de John Williams y contándoles pormenorizadamente lo que el tiburón hacía con sus víctimas. Mi esposa me advirtió de los peligros de exponer a un menor a contenidos violentos y me invitó («conminó» sería el término más acorde con la realidad) a subsanar mi equivocación.
Con ese propósito, elegí otro clásico de Spielberg: «E.T.». ¿Qué mejor que ese inofensivo drama familiar sobre la amistad entre un niño y un marciano para conjurar el oscuro hechizo de «Tiburón»? Nos concentramos entonces en las aventuras de Elliot y el tierno alienígena, nos reímos con sus estrategias de camuflaje, aplaudimos al ver a la pandilla de adolescentes sobrevolar en bicicleta los suburbios de California para escapar de los científicos, y lloramos (bueno, lloré) durante la despedida antes de que el extraterrestre retorne a su planeta en ese ochentero platillo volador. Este es un momento crucial, cavilé, mientras veía los créditos en el televisor: la vida de un niño no es la misma después de ver «E.T.». Entonces le hablé a mi hija de la importancia de los vínculos afectivos, la necesidad de proteger a los indefensos, la dificultad del desapego y hasta de lo infinito de la galaxia. Su reacción llegó en clave de pregunta: «Ya, pero por qué el tiburón se comió al niño por la mitad y no se lo tragó entero». //