Para un escritor, una breve interrupción basta para arruinar la idea germinal de un proyecto notable. Cuenta Enrique Vila-Matas que una vez, durante dos décimas de segundo, alcanzó a vislumbrar la totalidad de un gran libro (“era tan bueno que superaría al Quijote”), hasta que alguien llamó a la puerta e hizo añicos el hechizo. Con los años el español agradecería no haber escrito esa potencial obra maestra pues lo hubiera esclavizado a tal punto que, paradójicamente, no habría tenido tiempo para dedicarse a la escritura.
Vila-Matas recuerda esto en el prólogo de La tentación del fracaso (Seix Barral, 2019) luego de citar un fragmento donde Julio Ramón Ribeyro ofrece una reflexión parecida: “Leyendo hace poco a Cervantes pasó por mí un soplo que no tuve el tiempo de captar (¿por qué?, alguien me interrumpió, sonó el teléfono, no sé), desgraciadamente, pues recuerdo que me sentí impulsado a comenzar algo… Luego, todo se disolvió. Guardamos todos un libro, tal vez, un gran libro, pero que en el tumulto de nuestra vida interior rara vez emerge o tan rápidamente que no tenemos tiempo de arponearlo”.
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Esa misma cuestión, pero desde la figura del lector, había sido abordada antes por el polaco Witold Gombrowicz. En su primera novela, Ferdydurke (1937), se pregunta: “¿No ocurre acaso que cualquier llamada telefónica o cualquier mosca puede distraer al lector de la lectura justamente en ese supremo momento en que todas las partes y tramas se juntan en la unidad de la solución final? ¿Y si en ese momento entrase, digamos, su hermano y dijese algo? La noble labor del escritor se echa a perder a causa de una mosca, un hermano o un teléfono. ¡Oh, malas mosquitas! ¿por qué picáis a hombres que ya perdieron la cola y no tienen con qué defenderse?”.
Hubo una época, en Lima, en que escribía una novela sin descanso, tratando de concentrarme para aprovechar las mínimas ráfagas de inspiración. Por esos días, el teléfono fijo era el enemigo a derrotar, no solo por los intempestivos timbrazos que destruían mis nervios, sino por el tipo de llamadas que comencé a recibir: llamadas equivocadas, una tras otra, de la más diversa índole.
Aló, ¿Inkafarma? Aló, ¿estudio de la doctora Judith?, Aló, ¿bodega Rayito de Sol?, Aló, ¿con el restaurante El Norteño? Aló, ¿Soluciones Sanitarias Don Beta? Para colmo, eran interlocutores porfiados, así que debía invertir de veinte a treinta segundos en convencerlos de que yo no era el especialista que buscaban. Fue tal la desesperación que me infligían esas llamadas que, en una ocasión, atendí a una sollozante viuda que estaba segura de haber telefoneado a la funeraria Ángeles de Dios. En vez de mandarla a la porra, le di el pésame y procedí a atender sus requerimientos. Al cabo de unos minutos ya le había ‘vendido’ un atractivo paquete de sepelio que incluía un velatorio con calefacción, tres coronas de claveles, dos lágrimas de orquídeas, cuatro cirios, un ataúd de cedro tallado estilo veneciano y servicio de cremación premium.
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Cuando hace siete años me establecí en Madrid, pensé que mis sagrados momentos de lectura y creación no volverían a sufrir intromisiones de la realidad tan violentas y continuas. Me equivoqué de cabo a rabo.
Todas las mañanas, muchas veces cuando estoy a punto de llevar a la página en blanco la idea de una trama según yo originalísima, el timbre del edificio (¡clonk!) me cae como un chorro de limón en la taza de leche. Si no es el cartero, es el funcionario que mide el consumo de gas, el plomero que va a revisar la caldera, la presidenta de la comunidad, un voluntario de la Cruz Roja o un mensajero de Amazon (que no trae libros, bueno fuera, sino misteriosos paquetes solicitados por mi suegro desde Perú).
Son esas las impertinentes moscas que fastidian mi jornada de trabajo impidiéndome dar caza a las contadas ballenas que asoman, delante de mi máquina, durante el convulsionado oleaje de la mañana. O tal vez es la excusa ideal para justificar la ineficacia de mi arpón. //