Salgo de ver la película sobre Robert Oppenheimer, el ‘padre de la bomba atómica’, y pienso inmediatamente en «El piloto de Hiroshima», el libro sobre el capitán Claude Eatherly, comandante del Straight Flush, uno de los cuatro B-29 que participaron en la misión de lanzamiento de ‘Little Boy’ (como se bautizó a la bomba) sobre Hiroshima el lunes 6 de agosto de 1945. Mañana se cumplirán setentaiocho años de aquella tragedia que, según el historiador británico Antony Beevor, supuso la pérdida de al menos doscientas mil personas, entre las que fallecieron como consecuencia directa de la bomba y quienes murieron en los días siguientes debido a los efectos de la radiación.
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Cifras al margen, no deja de ser inquietante la invisibilización del punto de vista de las víctimas en la no por eso menos extraordinaria película de Christopher Nolan. [Aquí me permito dos recomendaciones: «Luz blanca, lluvia negra», documental de HBO de 2007 que recoge el testimonio de un puñado de sobrevivientes del cataclismo atómico, e «Hiroshima», el famoso reportaje escrito por John Hersey sobre lo vivido en el momento preciso del estallido que, por cierto, tal como revelan los testigos, tardó varios segundos en producir ruido alguno].
A lo largo de julio de 1945, un mes antes de Hiroshima, Claude Eatherly había comandado a la tripulación del Straight Flush en sendos bombardeos sobre Tokio, Otsu, Kanose y Maizuru; es decir, tenía experiencia suficiente y conocía perfectamente en qué consistían esas misiones que buscaban arrasar ciudades japonesas. Por eso a nadie extrañó que la mañana del 6 de agosto se lo convocara para asignarle dos tareas capitales de cara al lanzamiento de la nueva arma: destruir un puente que atravesaba Hiroshima y determinar si las condiciones climatológicas se prestaban o no para dejar caer la bomba. Eran alrededor de las siete de la mañana cuando el Straight Flush, con diez hombres a bordo, sobrevoló la ciudad. El cielo estaba despejado, sin amenaza alguna de encapotarse. Fue Eatherly quien dio la voz de alerta a la base aérea de North Field: «Adelante». Una hora más tarde, tres B-29 se dirigieron al mismo punto. El capitán Paul Tibbets pilotaba el avión principal, al que bautizó con el nombre de su madre, Enola Gay. En el interior de esa nave se encontraba la devastadora ‘Little Boy’.
Claude Eatherly quedó traumatizado con lo que vio en Hiroshima y volvió a Estados Unidos totalmente arrepentido de su participación en esa brutal masacre. Pasó días enteros sin hablar. Cuando por fin lo hizo no solo renegó de la condición de héroe con que las Fuerzas Armadas, y el país en general, pretendieron reconocerlo, sino que se vio en la obligación moral —como Oppenheimer— de denunciar los riesgos de iniciar una carrera armamentista nuclear. Su discurso antibelicista cayó muy mal entre sus excompañeros de armas. El propio Paul Tibbets señaló: «No entiendo por qué está tan afectado. Cuando dejamos caer la bomba, él ya estaba regresando a la base. Yo duermo tranquilamente todas las noches».
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Las pesadillas y la culpa persiguieron a Eatherly con tal ferocidad que, en un afán desesperado por ser considerado un criminal, comenzó a asaltar comercios callejeros, pero sin llegar a robarse nada. Los altos mandos militares identificaron en él a un agente problemático y lo confinaron en el pabellón psiquiátrico del hospital militar de Waco, donde fue diagnosticado con demencia. Fue allí donde inició su correspondencia con el filósofo alemán Günther Anders, autor de «El piloto de Hiroshima: Más allá Anders, autor de «El piloto de Hiroshima: Más allá de los límites de la conciencia», quien abogó mediáticamente por la libertad de Eatherly durante años, y nunca se cansó de reconocer en él a un hombre lúcido, muy consciente de la lucha que emprendía.
En un pasaje de la correspondencia entre Anders y el exaviador encontramos las siguientes líneas que sirven de perfecto punto final a esta columna: «Para la mayoría, mi rebelión contra la guerra es una forma de locura. Pero no hubiese podido encontrar otra manera de explicar a los hombres que una guerra atómica no solo trae consigo destrucción física, sino que también desmoraliza al ser humano». //