Confiemos en la presunción de inocencia y concedamos el beneficio de la duda: Pedro Castillo dice la verdad.
Si, es cierto: tiene un domicilio imaginario en el jirón Sarratea de Breña.
Es verdad: Hay quienes no aceptan que un campesino sea presidente de la república.
No se puede negar: Grupos económicos aliados con una mano oscura lo quieren vacar.
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En Las crónicas de Narnia uno de los caminos que los niños protagonistas del cuento toman para llegar a ese mundo mágico es metiéndose dentro de un ropero. Este está hecho de la madera de un manzano mágico, cuya semilla provino de Narnia. Es una entrada a otra dimensión.
Igualmente, la puerta del número 179 del Pasaje Sarratea en Breña tiene una virtud quimérica que transporta a quien lo cruza a un reino fantástico. La madera de esa puerta debe estar hecha de un ishipingo mítico, abonado con caquita alucinógena de taricayas y regado con la orina fosrorescente de una boa amazónica que habita entre los mundos que el río divide.
El único requisito para poder acceder a este mundo es atravesar ese umbral deshaciéndose de cualquier identidad asumida en el así llamado plano real.
Así, el presidente se cambia de sombrero y entra como un simple mortal en busca de interacción social. La gestora de intereses recurre a un cómodo buzo pijama para olvidar la contabilidad de cobre y dedicarse en ese mundo mejor a tareas más nobles, como el coleccionismo de peluches de Mickey Mouses. El funcionario de EsSalud muta de identidad y traspasa la puerta de Sarratea convertido en Carlos Ponce, el rubio actor y cantante puertorriqueño que acaba de aparecer en la nueva temporada de la miniserie de Luis Miguel.
Todo es posible en el reino mágico de Sarratea.
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El problema es cuando alguien contraviene este código de hacerse pasar por otro. Entonces sobreviene el caos, el acabose. En palabras de los protagonistas, el “ruido noticioso”.
Siempre hay alguien que arruina un sueño en común. El ministro de defensa, al cruzar la puerta de Sarratea como tal en vez de hacerlo como Robocop u otra identidad impostada, ha arrastrado al umbral de Breña en una vorágine que podría auto destruirla.
Porque cuando se le cruza con fe y respeto, al otro lado de la puerta solo hay felicidad. En este caso un campo fértil, montañas, vacas, ovejas y aves de corral corriendo libres y a sus anchas. Agobiado por las tareas presidenciales que lo desgastan y alejan de su vena agrícola, en este espacio el señor Castillo puede ser un campesino feliz, ajeno a los odios.
La ilusión es contagiosa. La gestora de intereses les da maiz los polluelos abrazando a su peluche favorito de Mickey. El cantautor Carlos Ponce ara la tierra mientras tararea uno de sus éxitos.
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Pero, otra vez, el ministro de Defensa arruina todo. Genera un conflicto insondable entre realidades alternas cuando se le acerca al campesino que amablemente acaricia un burro para decirle “presidente, tenemos que hablar de temas ultrasecretos”. No Carrasco, ahí, no.
Entonces la vaca se desintegra, la montaña se evapora, Carlos Ponce pierde su voz y el peluche de Mickey de la gestora se convierte en los 27 céntimos de diferencia que separan a las dos empresas que postulaban a una licitación.
Sarratea ya no es más Narnia. Es la siniestra trastienda de enjuagues y causales de vacancia al por mayor.
Este regreso abrupto a la realidad confirma las sospechas. Todo era cierto. Grupos económicos y una fuerza oscura propician la vacancia del presidente. Esos grupos económicos son las empresas del mismo dueño que postulaban a una licitación estatal.
Y la mano negra no es otra que la del propio Pedro Castillo Terrones.
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