Tal vez es una buena idea lo de un cerco policial que incomunique permanentemente al presidente. Es decir, que quede claro que es una pésima idea. Mala y triste. Pero es tan mala que ya es buena.
Es triste porque constituye una penosa confesión de parte respecto a la propia incompetencia. Necesita el cerco porque no puede responder a la prensa sin comprometer aún más su credibilidad y su nivel cognitivo, enigma que ya goza de un efecto hipnótico[1].
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Es una idea triste porque como autoridad que no está a la altura de ser tal, su mecanismo de defensa es bloquear la posibilidad de rendición de cuentas con quienes les pagamos el sueldo. Electoralmente hablando es una estafa.
Pero puede ser que su potencial esté pasando desapercibido. Ese cerco policial debería acompañarlo día y noche. Aún cuando este solo y lejos de la impertinente prensa golpista que le pregunta, entre otras pequeñeces, si mintió ante el Ministerio Público.
Así, mientras en sus salidas públicas irrelevantes esa pared humana lo protege de la mala entraña del periodismo, el resto del día el efecto del bloqueo sería inverso: el cerco protegería al país del presidente.
Los cincuenta policías que caminarían alrededor suyo no lo dejarían hacer lo que ha estado haciendo estos últimos siete meses: reunirse con lobistas, nombrar gente inapropiada para cargos sensibles, o llegar de noche a Sarratea en busca de ese improbable antojo de comida casera.
Aquí la trama se complica. Varios de sus ministros requerirían de un sistema de contención similar.
Por ejemplo, un contingente armado apoyado por un portatropas se interpondría entre el Ministro Condori, el agua arracimada, una colposcopía y la menor injerencia en la salud pública.
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Otro pelotón de asalto premunido de gases lacrimógenos impediría que el incombustible ministro Silva conferenciara a solas con microbuseros ilegales.
Boinas Rojas obstaculizarían cualquier proximidad entre la garganta del primer ministro Aníbal Torres y un micrófono encendido.
Un contingente de Águilas Negras, sin hacer mucho esfuerzo, mantendría la prudente distancia entre la Ministra de la Mujer y sus principios feministas. Y así sucesivamente.
Y después de los ministros, tanto congresistas como alcaldes, gobernadores y jueces de paz estarían todos obligados por ley y sentencia del Tribual Constitucional a disponer de un escudo humano entre su disparatado accionar y la integridad de la nación. El país dormiría tranquilo.
La prevención habría de extenderse a sus familiares y compadrazgos. El problema es que atendiendo al aparato público nacional este mecanismo profiláctico supondría un severo menoscabo de efectivo policiales en las calles: decenas de miles de policías estarían ocupados evitando que las autoridades digan o hagan cojudeces.
A nivel de gestión estaríamos en Suecia, pero en las calles reinaría el crimen. Lo que nos lleva al casillero inicial de un dilema circular que se repite por lo menos desde hace una media docena de presidencias: ¿si no les interesa asumir las responsabilidades del cargo, para qué postulan?
Obvio microbio, respondería mi hija sin saber de qué se trata, pero intuyendo que hay algo seriamente dañado en este país.
[1] Un Grammy para Tito Silva.
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