Desde hace varios días, dilectos miembros de la DBA vienen empleando como estandartes dos frases que, pese a su infantilismo o precisamente a causa de él, sintetizan su postura frente a la actual crisis política: “Te lo dije” y “Yo no marcho con caviares”.
Analicemos la primera, que suena más bien al reproche que un padre le daría a un hijo, arrepentido de su nueva metida de pata. Te lo dije, te lo advertí y no me hiciste caso. En una coyuntura como la que vivimos, esa expresión constituye una falacia absoluta.
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Es cierto que algunos personajes usaron aparatosas bengalas y señales de humo para advertir un peligro inminente, solo que, pequeño detalle, fallaron clamorosamente en el diagnóstico. Según ellos, el triunfo de Pedro Castillo constituía una amenaza porque se trataba claramente de un comunista, un terrorista que no iba a dudar un segundo en implantar un régimen dictatorial de izquierda. Según ellos, el Perú estaba a escasos meses de convertirse en Cuba, Venezuela o Nicaragua. Según ellos, la “aplanadora marxista” iba a copar las instituciones del Estado, carcomer la democracia, secuestrar la libertad, arruinar la bonanza económica que por tantos años ‘nos acompañó’. Ergo, había que impulsar su vacancia.
Lo dijeron desde el inicio de este gobierno, desde el día uno, mientras sacaban disciplinadamente sus dólares al extranjero. Pero, un momento, ¿cuáles fueron los insumos, fuentes, indicios, evidencias de que ese apocalipsis, en efecto, iba a producirse? Más allá de una que otra denuncia armada ex profeso para justificar sus tesis delirantes, aquel sector actuó sobre la base, primero, del rencor, el escozor, la insoportable piconería por perder una elección cuyo fraude jamás pudieron probar (no se puede probar lo que no existe); y segundo, sobre la base del prejuicio, porque solo con ver la foto del ensombrerado profesor de Chota se descomponían en mohínes de asco, se tapaban la nariz, se les avinagraba el brunch.
En aquel momento, julio 2021, las expectativas por el cambio social prometido por Castillo eran legítimas entre quienes habían votado por él, tan legítimas como las dudas de quienes no votamos por ninguno de los dos pésimos finalistas de la segunda vuelta y nos disponíamos a ver qué había detrás de la tan mentada “palabra de maestro”.
Siete meses después, el escenario es muy distinto. Hoy la desaprobación del presidente se incrementa día tras día. ¿Y por qué? ¿Porque se convirtió en un tirano todopoderoso? ¿Porque ha llevado al senderismo al poder? ¿Porque generó un desastre económico irreversible, como vaticinaba la ultraderecha? No, nada de eso. La profecía de la DBA nunca estuvo ni ligeramente cerca de cumplirse.
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Lo que hoy tiene a este gobierno en el descrédito, en el borde del precipicio, en fase terminal, es la maldita corrupción, que no distingue ideologías ni orígenes ni procedencias ni profesiones. ¿Cuándo pasó? Cuando Castillo se puso del lado de la corrupción policial, ignorando las advertencias del ex ministro del Interior Avelino Guillén; cuando mostró completo desinterés por frenar la contrarreforma universitaria impulsada por las mafias del sector educación; cuando premió, una, dos, tres veces con el fajín ministerial de Transportes al cuestionado Juan Francisco Silva, bautizado por este Diario en noviembre del año pasado como “el embajador de las combis”; y cuando se acostumbró a diseñar gabinetes calculando cómo salvarse del juicio político.
Por eso es impostergable que la ciudadanía salga a marchar. Solo así pueden provocarse los cambios que ni el Ejecutivo ni el Legislativo están interesados en llevar a cabo. Y si la DBA no quiere “marchar con caviares”, habrá que tomarlo como una capitulación. No es más que una rabieta para no admitir lo que en el fondo saben: que se equivocaron, que se dejaron llevar por el miedo, que fueron irresponsables, que les ganó el recelo. A ver si reaccionan algún día. Mientras tanto, los esperamos en la calle. //