Una idea perversa circula en medio de una atmósfera ya hostil. Se trata de una comparación odiosa entre dos legisladoras de muy diferente estilo y trayectoria: la ex congresista Susy Díaz y la actual legisladora Sigrid Bazán.
Desencadenó este absurdo una aparición de la congresista Bazán en televisión. Su estilo es el de una vehemencia circular que suele desesperar a su interlocutor. Volvió a pasar. Acabó como siempre, con la congresista alegando ser víctima de discriminación en su condición de mujer. Para mayor añadidura, mujer de izquierda que habla rápido.
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Es falaz e insultante para ambas partes hacer de la comparación un epíteto. Pero algo tienen en común estás dos asambleístas: nacieron en la televisión.
Susana Ivone Díaz era recepcionista de Panamericana Televisión cuando un ojo avizor la descubrió. Se convirtió en bailarina. Luego en vedette. Luego en impensable congresista. Y luego en patrimonio nacional.
Como campaña Susy enseñó una nalga signada por su número en la cédula. Su glúteo fue su ideario. Presentó 120 propuestas de ley, 30 fueron aprobadas. De manera pionera adelantó el #MeToo cuando en las escaleras del congreso, entre una turba de periodistas y mañosos, anunciaba en vivo para los noticieros: ayy, me están punteando.
Susy es la nutricionista del ánimo nacional a través de sus celebradas e impublicables dietas. A ella se le atribuye una novísima versión de fino alcance político. Es la dieta del sombrero: hazlo, pero que no se entere el portero.
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Sigrid se hizo conocida como presentadora de noticias. Cuando el telepromter le quedó chico encontró en las redes una manera de extrapolar su figura pública a través de simpáticos tiktoks y el consabido relato público de la vida privada: viajes a Miami, a las islas Maldivas, a Europa. Es decir, la vida de una joven de izquierda que reniega del capitalismo.
El crossover de periodista a influencer tendría un destino superior: la política. Sus bailes en redes se convirtieron en observaciones analíticas. Había negado que postularía a cargo alguno, pero profesando aquello que solo Dios y los imbéciles no se contradicen, se lanzó al congreso. Más que incoherencia era crecimiento. Aquel que en nombre de la patria supone renunciar a belleza del océano índico a favor de la grisácea atmósfera de la Plaza Bolívar.
Hubo quienes se ensañaron con su cabellera. Su vigoroso ondulado de nacimiento habíase transformado en un laceado perfecto. Poco importa el pelo sino lo que hay debajo, pues eso lo que se pone al servicio del país.
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Lo delicado es que una respetada lideresa de opinión ha calificado su primer proyecto de ley como una porquería. Y que sus videos en redes como congresista sean unos de ella caminando rumbo a su escaño como Napoleón a su auto coronación. Si mis impuestos son los que financian un asesor que la filma recorriendo esa senda gloriosa, preferiría pagarme una sopa wantán.
La diferencia sustantiva entre ambas radica en su manejo de lo público. Susy se burla de si misma: se debe a su público. Ha peruanizado el principio filosófico del carpe diem: vive la vida antes que la vida te viva, sentencia que debería estar inscrita en cementerios y ministerios.
La congresista Bazán, en cambio, tiene un rezago influencer que le impide ver que es ahora una servidora pública. Su espacio privado se ha reducido a su mínima expresión, sacrificio político que involucra sus vacaciones, sus rulos y su interés por la notoriedad, con o sin mascarilla. Ahora se debe a los ciudadanos. Tiene cinco años, o lo que dure este gobierno, para asumirlo. Que el legado de Susy Díaz la ilumine a ella y a nosotros, que somos quienes elegimos.